viernes, 2 de agosto de 2013

El testigo silente


Carmen Virginia Carrillo



Preparo la recámara para tu regreso, busco en el armario de la lencería las sábanas de lino blanco bordadas a mano por las carmelitas descalzas de Salamanca, herencia de mi madre. Observo la perfección del trabajo minucioso y delicado e imagino las manos que lo realizaron, de inmediato viene a mi memoria una imagen de la infancia.
        Vamos de visita al convento, por las estrechas calles de la ciudad camino con mis padres y mis hermanos, finalmente llegamos al inmenso edificio cuyos ventanales están herméticamente cerrados. Mi padre toca la campana enérgicamente y pronto se asoma una mujer regordeta vestida toda de negro, con un inmenso pañuelo en la cabeza; abre la pesada puerta y nos hace pasar. La niña que soy, con su vestidito verde sin mangas y sus sandalias veraniegas, entra la primera y mira asombrada a su alrededor. Nos hacen pasar a un patio interior, donde se encuentra  la puerta circular corrediza,  a través de la cual las monjitas reciben las mercancías que les traen las mandaderas y pasan al exterior sus obras artesanales. Puedo escuchar el traqueteo de un  engranaje de maderas gastadas que de pronto se abre y nos ofrece, con su movimiento giratorio,  las joyas textiles elaboradas por aquellas mujeres que han renunciado al mundo.
        Mi madre las toma en sus manos,  observa extasiada  la maravilla del bordado, las toca suavemente y elogia la finura del trabajo. Encantada muestra a mi padre su nueva adquisición mientras él, un tanto distraído, busca la billetera en el bolsillo trasero de su pantalón. Mi madre guarda en un sobre las pesetas y lo deja en el torno que vuelve a rodar con su lento traqueteo.
        -¡Pasar a la sala de visita! ¡Pasar a la sala de visita! —Repetía tras la madera una voz cansada.
        Allí íbamos todos; los chiquillos saltábamos, hacíamos preguntas sobre aquel lugar misterioso y reíamos nerviosos. Mi madre, cargada con las sábanas finamente  envueltas en papeles de seda azul, artificio que les permitía conservar la blancura,  nos pedía compostura. Al entrar, el asombro cortó nuestro regocijo. El recinto estaba oscuro; una inmensa reja de madera de cedro muy labrada dividía la estancia en dos partes iguales. La reja apenas dejaba pequeños orificios en medio de la trama, por donde se colaban algunos rayos de luz provenientes de una pequeña ventana, localizada en lo alto de la pared.
De nuestro lado, había unas sillas dispuestas a prudencial distancia de la reja. Nos sentamos en silencio y de inmediato se escuchó un murmullo de voces femeninas. Lentamente fueron apareciendo las madres, primero las mayores, luego las más jóvenes y finalmente las novicias. Ocuparon las sillas que, simétricamente alineadas con las nuestras, esperaban por ellas.
        Yo miraba asombrada a aquellos seres envueltos en pesadas telas oscuras cuyas caras sonrientes mantenían una compostura marmórea. Comenzó el diálogo. Mis padres eran afectos benefactores de las hermanas desde años atrás, pero aquel era mi primer contacto con un mundo al que siempre miraría con especial asombro  y curiosidad. Como hipnotizada por aquella visión me bajé de la silla y me acerqué imprudentemente a la reja, buscaba casar mi ojo con el orificio para ver mejor, pero la luz que iluminaba a las madres desde la espalda, me cegaba. De inmediato mi madre me amonestó por el atrevimiento, las madres rieron la gracia y me dejaron estar.
        Al fondo pude ver a una novicia con cara de ángel, me sonreía y yo la saludaba tímidamente con la mano. De inmediato sentí un jalón  que de un solo movimiento me devolvió a mi asiento. No me moví más, una lágrima corrió por mi mejilla; cuando llegó a la comisura de mis labios la sorbí y ese gusto salobre mezclado con el sentimiento  de humillación quedó sellado al recuerdo de aquella escena.
        Tres años más tarde, cursaba el cuarto grado en el colegio de monjas, se acercaba el día de la madre y rifaban un hermoso jarrón de porcelana. Yo quería ganármelo para obsequiárselo a mamá y corrí a la capilla, me arrodillé y ofrecí a la Virgen que si obtenía el premio, me haría carmelita descalza cuando fuera grande. La sorpresa se mezcló con terror cuando escuché cantar como número ganador el que apretaba entre mis manos. Llevé orgullosa el jarrón a casa y mi madre lo colocó en un lugar privilegiado. Durante años su presencia me recordó la promesa incumplida.
        Un día, mi hijo tropezó con la mesa sobre la que reposaba el jarrón repleto de gardenias y  lo hizo añicos. En el fondo de mi ser agradecía a mi pequeño la travesura y con el tiempo, una vez desaparecido el testigo silente, olvidé mi deuda.
        Ahora anticipo nuestro encuentro y preparo minuciosamente cada detalle. El baño de espuma con pétalos de rosas para perfumar el agua, las velas en el piso señalando el camino, tu concierto favorito listo para sonar en las cornetas del ipod, el aceite de almendras  y mis manos deseosas de tu cuerpo.
Manos que han aprendido contigo a acariciar apasionadamente y que, de haber yo cumplido aquella promesa, hoy estarían consagradas al Señor, bordando sábanas blancas en las que otras mujeres habrían de festejar sus amores.