sábado, 22 de febrero de 2014

CARMIÑA.



Carmen Virginia Carrillo



A la memoria de mi madre.




Ella amaba la vida, con sus ochenta y cuatro años quería seguir disfrutando del sol de la mañana, del amor de los nietos, de los paseos con las amigas. Pero su entusiasmo encontraba pequeños obstáculos: su cada día más deteriorado cuerpo, esa fatiga que la ataba a la cama hasta las 10 de la mañana, las sempiternas náuseas que le impedían disfrutar de sus comidas favoritas. A veces, como una chiquilla caprichosa, se acercaba  a hurtadillas a la nevera para devorar un platillo de natillas. La verdad salía a flote pocas horas después en vómitos estrepitosos que la deshidrataban. Cuando la amonestaba sólo abría los ojos y me decía con una sonrisa: "no todo puede ser rigor".
Ella, que fue siempre hermosa, tuvo muchos pretendientes y a todos les dijo que no porque, como me decía cuando hablaba de su pasado, estaba esperando a su príncipe azul. Entonces apareció papá. Estaba todo vestido de  verde, listo para atender un parto en el quirófano del pequeño hospital de un perdido pueblo de Venezuela al que ella llegó tras la guerra civil española, para trabajar de enfermera. Siempre disfrutó de los piropos de los caballeros que celebraran su hermosura, y me pedía que le aplicara mascarillas hidratantes para la piel y le depilara los vellos del bigote, "porque no hay nada peor que una vieja descuidada".



Ella que era la alegría hecha carne, la sonrisa más contagiosa, la energía que movía a todos los que orbitaban a su alrededor; que se había atrevido a cruzar sola el Atlántico en busca de una vida mejor y la había encontrado, finalmente se  entregó a la muerte unas semanas después de la operación.
En realidad, le fue difícil decidirse a cruzar el puente, pero no pudo resistir el llamado. Todo comenzó la noche antes de la cirugía. Yo estaba con ella en la habitación, era tarde en la noche y se había quedado dormida con el televisor encendido. Entró una doctora haciendo mucho ruido, sin embargo no se despertó. La llamó por su nombre, pero no reaccionaba, le sacó sangre de la arteria y ni siquiera se movió, la sacudió, pero no obtuvo respuesta. Finalmente abrió los ojos; estaba como en otro mundo. Alarmada, la residente llamó al cardiólogo, quien la examinó y consideró que era necesario reconsiderar la intervención, frente al episodio ocurrido.
Finalmente se fueron todos de la habitación y ella se quedó tranquila, nos dispusimos a descansar y pasada una media hora me preguntó: “¿estás dormida?”  Como le dije que no me pidió que me acercara para explicarme por qué no había respondido a la doctora:
       -Es que yo no estaba aquí, me había ido a donde está tu padre, él estaba muy molesto porque yo no terminaba de irme con él y me decía que si no me quedaba con él se iba a divorciar, pero yo le pedía que me esperara un poco, que me faltaban cosas por vivir, que quería viajar a España por última vez, casar a Fernando, graduar a Guadalupe, pero él estaba muy molesto y yo estaba convenciéndolo cuando la doctora me despertó.
Al día siguiente le practicaron la cirugía. No te voy a contar el infierno que vivió en terapia intensiva, porque se haría muy largo, sólo te puedo decir que, cuando finalmente volvimos a casa me confesó: "si yo hubiera sabido  a lo que me esperaba, jamás me hubiera operado."  De nuevo en su cama, rodeada de sus amistades, luchaba por recuperarse hasta que una noche volvió Pedro Emilio a reclamarle su ausencia y despertó asustadísima. Me llamó a las cuatro de la mañana, tuvimos que llevarla a emergencias. Allí, mientras esperábamos al especialista me dijo: “volví a soñar con tu padre y me dijo que si no me voy con él se va a morir y yo no puedo permitir eso.”
Una semana después lo complació. Nunca había visto a un difunto con una cara de felicidad más grande que la tenía mi madre esa noche. Ella, que amó a su príncipe azul con devoción, se fue tras él a pesar de las ganas  de viajar, de las ganas de mimarnos, de las ganas de vivir.

martes, 4 de febrero de 2014

Galaxia abdominal




Carmen Virginia Carrillo



            Él se convirtió en astronauta para explorar la galaxia de su abdomen. Visitó planetas, lunas, esquivó meteoritos.

En Venus se sintió arrebatado  por el calor de aquella hembra. En Marte se enfrascó en una cruenta guerra consigo mismo: el deseo de adentrarse en territorios desconocidos era más poderoso que su razón llamándolo a la prudencia.

            Observó el cinturón de asteroides, se entretuvo en los plutoides. Tras asistir al parto de cometas gemelos en la Nube de Oort, dio un salto a Centaurus; allí conoció a Quirón, el hijo de Filira y Cronos, quien lo animó a  asomarse a los confines de la Vía Láctea y aún más allá. Le recomendó visitar Andrómeda, la más brillante de las galaxias.

   -Cuando llegues, podrás deslizarse en su gigantesco espiral.- Dijo el sabio centauro.

            Allí se fue. Necesitaba descubrir el misterio de aquel mapa estelar, que había sido tatuado por los dioses, sobre la piel más suave que jamás hubiera acariciado. 

Nada parecía saciar la curiosidad y el deseo  de aquel amante. Entonces, se aventuró más allá de la superficie límite del espacio. Buscaba el centro del placer absoluto, y quedó atrapado de por vida en el agujero negro de su entrepiernas.