miércoles, 25 de octubre de 2017

"Rugido que toda palabra encubre", de Saúl Sosnowski

Carmen Virginia Carrillo





Hay quienes aguardan,
heridos,
esa palabra
que quizá no llegue,
o no baste para hilvanar otra historia.
.          
S. Sosnowski
           

          En su poemario Rugido que toda palabra encubre (2017), Saúl Sosnowski pareciera hacer un recorrido espacio-temporal a partir de las más hondas y persistentes emociones; desde las heredadas de los ancestros, hasta aquellas causadas por las propias vivencias. Tal vez las más dolorosas: el abandono, la pérdida, la soledad, el exilio son transfiguradas en lenguaje y ritmo, en metáfora y analogía que se condensan en ese “rugido” que la palabra poética “encubre”.
      El libro está divido en once partes: Ecos,  Recriminación del recuerdo,  Silencios,  Maldita sentencia, Opciones en remojo,  Decálogo,  Cartografía,  Cicatrices,  Trazos,  Recorridos, Del atributo que todo lo colma;  títulos que revelan las huellas indelebles que asedian a un yo lírico abrumado por el recuerdo.
  Desde el primer verso se percibe una voz que lucha contra el olvido, que busca memorias y certezas, “la verdad de los tiempos”:

“El mayor puso la primera piedra” –sentenció.                
Y el vacío pudo más.

Un descendiente,
distante,
aún la recuerda.

Retumban
voces que jamás oyó.

Un eco, apenas,
 se desliza. 

Frente a la sombra sepia
ya casi nada desea.

Hijo del monosílabo y la pérdida.

  La escritura deviene instrumento para modelar la identidad. Desde la carencia, con el  silencio como aliado, en ese “Espacio de la memoria”, el poeta evoca experiencias a través de la representación de sí mismo como un  otro  al  que invade la tristeza: “Cabía esperarlo –se dice mientras aguarda— es la norma del desdén.”
          ¿Acaso la palabra podrá devolverle el sosiego? “Ingenua, / la esperanza cabalga sobre un grito.”, dice.  Las voces retumban en el vacío para luego dar paso  a la “Recriminación del recuerdo”, –segunda parte del poemario–.                                                                                                                                                                                                                             
Una letra,
solo una
cayó.

Una, apenas,
y fue la duda.

Otras,
enhebradas,
silenciosamente se deslizan.

Olvidan 
que son memoria.


    El hablante explora sus contradicciones, mientras fluctúa entre lo íntimo y lo extraño.
La capacidad expresiva del texto poético está dada por el nexo que establece el hablante con  el vacío inicial que antecede a la palabra y, a su vez,  por el temor a que el olvido borre de las memorias esenciales. 
  
  Plagada de huellas amargas, la voz rememora las secuelas del desamor, del odio desatado, de la derrota:

Desde antes que siempre sabe
que es solo hijo de un escaso deseo.

Encajonada sigue la respuesta.

El silencio se atraganta en el desvelo,
   en la ineludible resignación,
y cada vez más,
en el olvido que vendrá.


El poeta ansía un diálogo con los ausentes.  El inalcanzable anhelo solo se percibe como un eco de voces distantes que desde el pasado reclaman, de ahí la necesidad de  escudriñar en el recuerdo,  para ello el hablante recurre al silencio.


Lugar del tiempo,
del terror y la esperanza,
del desafío bajo rajadas lápidas.

Espacio de la memoria,
de fugaces números y letras,
de empobrecidas páginas en los pórticos del mal.


Si bien en la mayoría de los poemas, el hablante pareciera hablar de una tercera persona, la evocación de espacios habitados, los traslados hacia lugares menos acogedores,  son descritos desde un yo lírico que habla de sí mismo.


“Patio y azotea,
mi pasado.
  
Lateral en torre,
mi posible futuro.

Entre ellos,
otro idioma, otro barómetro, otra escala.”


Los desplazamientos por la urbe que se percibe como ajena desencadenan inquietudes y la escritura se vuelve refugio, remanso, puente entre la ciudad que se ha dejado atrás, aquella que vive en la memoria: “Buenos Aires me suma/ El calor no resta”  y ese espacio de lo desconocido que se presenta como una amenaza:

 Despertar con la cuota diaria de lejanías,
de innecesaria reserva,
de palabras extrañas que deambulan por la quijada,
de calles sin adoquines,
de vehemente puntualidad.

Anochecer con faros y alguna bocina,
   las barreras para un tren de siglas desconocidas,
   el ritmo de vagones sin ganado.

Cabía esperarlo –se dice mientras aguarda— es la norma del desdén.

Llega el eco de una canción que la radio ignora.
También la lluvia es ajena –piensa y se oye caminando sobre una vereda de cemento.
Algo sé –dice— y avanza ansiando el silencio
y lo que demora en llegar.



      La búsqueda del origen, centro y fundamento de la existencia, representada en el aleph, pareciera un intento del hablante por librarse del sentimiento de pérdida, de no pertenencia, aunado a la  aspiración  de encontrarse a sí mismo.


“En la letra que sin ser imagen es espejo,
en la clave de acceso que sin serlo es apertura,
en el salto de cada poro hacia dentro de su manto;
en la visión cobijada por su púrpura celeste,
en el firme equilibrio de sus rostros,
y en el trazo teñido de blanco,
aleph aguarda a su Adán.”



           El yo lírico se ubica en el lugar del otro para disipar su propia emoción. En ese desdoblamiento surge un diálogo interno, que pone en escena las contradicciones y multiplica los sentidos, tanto de las palabras como de los silencios.
  


    En  Rugido que toda  palabra encubre de  Saúl Sosnowski, la  memoria  se  activa para consolidar la identidad, y la historia familiar se convierte en  el horizonte de sentidos desde el cual surge la palabra que expresa y simboliza, que conforta y reivindica.



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