viernes, 7 de septiembre de 2018

Algunas notas sobre la poesía amorosa de Eugenio Montejo




Carmen Virginia Carrillo




Ese daimon creador  que es el amor se encuentra presente en la poesía de Montejo, en particular en los textos reunidos en su libro Papiros amorosos (2002). El deseo,  los rituales de la seducción y  la ceremonia de los encuentros son transfigurados por la imaginación del poeta en lenguaje y ritmo, en metáfora y analogía. Los amantes aspiran a la felicidad y a la inmortalidad a través del acto erótico, por tanto el rito amoroso se convierte en un desafío; deseante y deseada fluctúan entre el anhelo de posesión y la necesidad del desprendimiento; a la vez que aspiran a la trascendencia a través de la  completitud de los dos cuerpos en el espacio íntimo del encuentro y en el texto poético.
En estos poemas, la mujer amada es invocada a partir de la rememoración de lo vivido. Esa desconocida que el amante reconoce como su centro, su origen y fundamento, se vuelve  cuerpo-tiempo, nómada y furtivo; cuerpo en el que habitan otros cuerpos,  que alberga música, palabras, barcos, pájaros, dioses, gallos. El goce vivido, perdido y anhelado, renace en el poema y la palabra une a los amantes en un tiempo más allá de los tiempos:

Te desnudan, te visten las palabras,
con ellas vas al fondo de ti misma
cada vez que amorosa te enmudeces
y te vuelves jadeos, sollozos, lágrimas.

Lo sensitivo se hace significativo y el cuerpo enigma se ofrece para ser  descifrado por otro cuerpo amado y amante. La inefable experiencia del encuentro erótico se convierte en una fuente de sugerencias semánticas y retóricas, origen de  sinestesias, alegorías y paradojas. En el poema, la invocación amorosa anhela alcanzar la perpetuidad del sentimiento a través de la cual el sujeto intenta superar la pulsión de la muerte:

Sigo la música que nace de tu cuerpo,                                                      trémulos senos, cadencias de caderas,
cóncavos ecos para sones convexos,
cánticos sólidos —audibles por el tacto.
El jazz deseante de noches solitarias
donde la lluvia va afinando sus gotas.
Música táctil de la tersa epidermis,
de notas que se palpan en el viento
cuando miro ondular tu cabellera.
Sones de pétalos que suben desde el vientre
y en las axilas levemente se doblan.
Tenues orquídeas de perfume parásito  
dándole vueltas a un sol desconocido.
Sigo la música que nace del deseo
con sus murmullos tonales y atonales,
de este errante deseo  que acompaña a la tierra
sin saber para qué, ni por quién, ni hasta cuándo…       

El amor,  paradoja de la existencia, en ocasiones se muestra con la apariencia engañosa del sueño,  otras veces como evidencia de la plenitud de la vida; siempre capaz de superar las limitaciones espacio-temporales y trascender la materialidad del ser. Rodeados de misterio, los amantes parecieran fluctuar de la luz a las sombras, de la abundancia a la carencia; estamos ante la presencia de la unión de los opuestos en una imagen totalizadora que condensa la aspiración más alta: vencer la separación. No obstante, la cercanía de los cuerpos no logra superar la barrera de la soledad existencial del ser y así “los enlazados cuerpos que zozobran/ bajo  una misma tormenta solitaria” naufragan uno en el otro:

El naufragio final contra la noche,
sin más allá del agua, sino el agua,
sin otro paraíso ni otro infierno
que el fugaz epitafio de la espuma
y la carne que muere en otra carne

Amor y muerte condensados en el fallido intento de la quimérica fusión. En oportunidades, el hablante describe la imposibilidad del encuentro de los amantes, y el deseo insatisfecho se hace palabra, se transfigura en metáforas que establecen correspondencias  entre el sujeto deseante y la pareja deseada:

 No alcanzo el tiempo de tu cuerpo,
 nací lejos, en un país que es aire, nube, noche,
 aunque me oigas tan cerca.
Nací a destiempo de tu risa, de tus ojos,
en otro meridiano
Nuestras vidas se alcanzan, se confunden,
intercambian sollozos, besos, sueños,
pero andamos a leguas uno de otro,
tal vez en siglos diferentes,
en dos planetas errantes que se buscan
cansados de no verse.

  En otros textos se revela la complicidad del firmamento para la inevitable reunión de los enamorados. La tierra se hace eco del deseo y se confabula para que la distante pareja se reúna alcanzando, de esta manera, la satisfacción del impulso amoroso:

La tierra giró para acercarnos,
giró sobre sí misma y en nosotros,
hasta juntarnos por fin en este sueño,
como fue escrito en el Simposio.
La tierra giró musicalmente
llevándonos a bordo;
no cesó de girar un solo instante,
como si tanto amor, tanto milagro
sólo fuera un adagio hace mucho ya escrito
entre las partituras del Simposio.

Para Eugenio Montejo, el amor es misterioso y subversivo, “tan subversivo que atenta contra el yo, la piedra angular de la personalidad social”. Al igual que la poesía, el amor permite trascender el tiempo y la muerte.  “Un solo amor puede salvarlo todo,/ lo que se fue, lo que ha partido y ya no vuelve,” dice el autor, y  en sus versos el sentimiento amoroso se convierte en la vía para la comprensión del cosmos;  iluminación que se hace palabra para acariciar a la amada:

¿Y qué llevaron mis manos a tu cuerpo,
sino luz táctil, la luz con que trabajo?
Rectos halos de lámpara, destellos
que mis persianas recogieron
en los dorados pozos de la tarde.
Juntas alzaron la luz de mi deseo,
acarreando despacio sus copos
sobre tus senos, tus hombros y tatuajes.

Con esa luz palpé tu rostro,
Tejí sobre tu pecho una corola
De amor y de palabras.
Con esa luz besé tu vientre, tus cabellos,
Entré en tu noche que amo,
Vi las lentas estrellas en el fondo,
Las que pueblan tu carne.

Y asido a su fulgor, una por una,
conté mis horas hasta el alba,
cuando ya picoteaban a la puerta
los gallos y sus cantos.

            El hablante recorre el cuerpo deseado con su “luz táctil”, símbolo de conocimiento,  epifanía y fecundación. La amada se convierte en espacio semiótico, texto piel; interpretarlo es acceder al infinito, alcanzar la totalidad.
En los poemas de Eugenio Montejo la recurrente  imagen de la lámpara encendida en la noche remite a ese doble aspecto de luz y sombra que acompaña a Eros, pero también nos habla de la presencia divina que propicia la inspiración y la sabiduría en el poeta. 




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