Carmen Virginia Carrillo
Preparo la
recámara para tu regreso, busco en el armario de la lencería las sábanas de
lino blanco bordadas a mano por las carmelitas descalzas de Salamanca, herencia
de mi madre. Observo la perfección del trabajo minucioso y delicado e imagino
las manos que lo realizaron, de inmediato viene a mi memoria una imagen de la
infancia.
Vamos
de visita al convento, por las estrechas calles de la ciudad camino con mis
padres y mis hermanos, finalmente llegamos al inmenso edificio cuyos ventanales
están herméticamente cerrados. Mi padre toca la campana enérgicamente y pronto
se asoma una mujer regordeta vestida toda de negro, con un inmenso pañuelo en
la cabeza; abre la pesada puerta y nos hace pasar. La niña que soy, con su
vestidito verde sin mangas y sus sandalias veraniegas, entra la primera y mira
asombrada a su alrededor. Nos hacen pasar a un patio interior, donde se
encuentra la puerta circular corrediza, a través de la cual las monjitas reciben las
mercancías que les traen las mandaderas y pasan al exterior sus obras
artesanales. Puedo escuchar el traqueteo de un
engranaje de maderas gastadas que de pronto se abre y nos ofrece, con su
movimiento giratorio, las joyas textiles
elaboradas por aquellas mujeres que han renunciado al mundo.
Mi
madre las toma en sus manos, observa
extasiada la maravilla del bordado, las
toca suavemente y elogia la finura del trabajo. Encantada muestra a mi padre su
nueva adquisición mientras él, un tanto distraído, busca la billetera en el
bolsillo trasero de su pantalón. Mi madre guarda en un sobre las pesetas y lo
deja en el torno que vuelve a rodar con su lento traqueteo.
-¡Pasar
a la sala de visita! ¡Pasar a la sala de visita! —Repetía tras la madera una
voz cansada.
Allí
íbamos todos; los chiquillos saltábamos, hacíamos preguntas sobre aquel lugar
misterioso y reíamos nerviosos. Mi madre, cargada con las sábanas
finamente envueltas en papeles de seda
azul, artificio que les permitía conservar la blancura, nos pedía compostura. Al entrar, el asombro
cortó nuestro regocijo. El recinto estaba oscuro; una inmensa reja de madera de
cedro muy labrada dividía la estancia en dos partes iguales. La reja apenas
dejaba pequeños orificios en medio de la trama, por donde se colaban algunos
rayos de luz provenientes de una pequeña ventana, localizada en lo alto de la
pared.
De nuestro lado,
había unas sillas dispuestas a prudencial distancia de la reja. Nos sentamos en
silencio y de inmediato se escuchó un murmullo de voces femeninas. Lentamente
fueron apareciendo las madres, primero las mayores, luego las más jóvenes y
finalmente las novicias. Ocuparon las sillas que, simétricamente alineadas con
las nuestras, esperaban por ellas.
Yo
miraba asombrada a aquellos seres envueltos en pesadas telas oscuras cuyas
caras sonrientes mantenían una compostura marmórea. Comenzó el diálogo. Mis
padres eran afectos benefactores de las hermanas desde años atrás, pero aquel
era mi primer contacto con un mundo al que siempre miraría con especial
asombro y curiosidad. Como hipnotizada
por aquella visión me bajé de la silla y me acerqué imprudentemente a la reja,
buscaba casar mi ojo con el orificio para ver mejor, pero la luz que iluminaba
a las madres desde la espalda, me cegaba. De inmediato mi madre me amonestó por
el atrevimiento, las madres rieron la gracia y me dejaron estar.
Al
fondo pude ver a una novicia con cara de ángel, me sonreía y yo la saludaba
tímidamente con la mano. De inmediato sentí un jalón que de un solo movimiento me devolvió a mi
asiento. No me moví más, una lágrima corrió por mi mejilla; cuando llegó a la
comisura de mis labios la sorbí y ese gusto salobre mezclado con el
sentimiento de humillación quedó sellado
al recuerdo de aquella escena.
Tres
años más tarde, cursaba el cuarto grado en el colegio de monjas, se acercaba el
día de la madre y rifaban un hermoso jarrón de porcelana. Yo quería ganármelo
para obsequiárselo a mamá y corrí a la capilla, me arrodillé y ofrecí a la
Virgen que si obtenía el premio, me haría carmelita descalza cuando fuera
grande. La sorpresa se mezcló con terror cuando escuché cantar como número
ganador el que apretaba entre mis manos. Llevé orgullosa el jarrón a casa y mi
madre lo colocó en un lugar privilegiado. Durante años su presencia me recordó
la promesa incumplida.
Un
día, mi hijo tropezó con la mesa sobre la que reposaba el jarrón repleto de
gardenias y lo hizo añicos. En el fondo
de mi ser agradecía a mi pequeño la travesura y con el tiempo, una vez
desaparecido el testigo silente, olvidé mi deuda.
Ahora
anticipo nuestro encuentro y preparo minuciosamente cada detalle. El baño de
espuma con pétalos de rosas para perfumar el agua, las velas en el piso
señalando el camino, tu concierto favorito listo para sonar en las cornetas del
ipod, el aceite de almendras y mis manos
deseosas de tu cuerpo.
Manos que han
aprendido contigo a acariciar apasionadamente y que, de haber yo cumplido
aquella promesa, hoy estarían consagradas al Señor, bordando sábanas blancas en
las que otras mujeres habrían de festejar sus amores.