lunes, 15 de abril de 2024

 

Carmen Virginia Carrillo

 

RODOLFO IZAGUIRRE, UNA AVENTURA QUE COMIENZA

EN LOS AÑOS CINCUENTA

         (Texto publicado en El Papel Literario de El Nacional el 21 de enero de 2024)


Conocí a Rodolfo Izaguirre en la década de los noventa, en Trujillo,  lo había invitado el cine club Tiempos Modernos, del Ateneo de Trujillo, al estreno de Bolívar, ese soy yo, de Edmundo Aray. En aquella época, estas instituciones mantenían una cartelera de actividades culturales amplia y variada. Era constante la presencia de personalidades destacadas del ámbito nacional e internacional. Varias veces nos visitó Izaguirre, en la Universidad de los Andes, Núcleo Trujillo. Con su talante  siempre ameno, lleno de anécdotas e información valiosísima, cautivaba a profesores,  estudiantes y cinéfilos. 

Recién comenzaba mi investigación sobre  la poesía venezolana de los sesenta, así que aproveché sus visitas para entrevistarlo. Rodolfo había participado en los grupos artístico-literarios más importantes de aquella época: Sardio y El Techo de la Ballena, su testimonio y su visión de los acontecimientos eran de gran valor para mi proyecto. Recuerdo que me llamó la atención su humor inteligente, su capacidad de asombro, su entusiasmo por el cine y la literatura, su  juicio crítico y su memoria enciclopédica.

Me habló de su juventud, de su pasión por el cine, de Sardio y El techo de la ballena, del país. Este año cumple 93 años y celebramos su vida agradeciéndole su inmenso aporte al cine y la cultura venezolana.

De esa gran  aventura  que ha sido la vida de Rodolfo Izaguirre queremos recordar algunos momentos:

París, La Sorbona y la cinemateca

Izaguirre viajó a París para estudiar derecho en la Universidad de la Sorbona, llevaba el entusiasmo de todos esos jóvenes latinoamericanos que sentían que París era el centro cultural  del mundo. Sin embargo, el ambiente universitario le resultó anticuado, “medieval” y autoritario, las clases y el entorno, poco estimulante.  En el trayecto que realizaba a diario desde su residencia hasta el aula de clase, pasaba por la cinemateca francesa, y esto cambió su destino.

Así recuerda su primera incursión en lo que sería su lugar favorito de la capital francesa:

  Un día —es lo que se llama torcer el rumbo de una vida—, en lugar de seguir hacia la universidad me metí a la cinemateca.  Friedrich  Rosif —quien luego va a ser un gran cineasta— era portero allí.  Cuando uno llegaba allí veía las maquetas que había construido George Melié para sus Viaje a la luna y Los elenitas, veía en aquellas películas una cultura pura, alemana, francesa, danesa y aquello fue para mí una verdadera fulguración, una revelación de algo realmente insólito.  Me quedé allí, no volví más a la universidad —sin saber que años más tarde me iba a tocar dirigir una cinemateca aquí en Venezuela.  Desde ese momento no volví nunca a salir de una sala oscura de películas, y mucho menos del cine.”


A su regreso al país,  sintió la necesidad de desaprender todo lo aprendido en Europa, de conocer su propia historia, su cultura, y descubrir lo mágica, sorprendente y enigmática que era su tierra. Sin embargo, el bagaje cultural que traía consigo no solo no se perdió, sino que  le permitió entender los procesos sociopolíticos que se vivían en el país y hacer aportes importantes a nivel cultural, particularmente en el ámbito cinematográfico.


Jóvenes rebeldes con Sardio

A mediados de los años cincuenta, comienzan a llegar a Caracas jóvenes de todas las regiones del país, iban a cursar el último año de bachillerato, ya que éste solo se podía estudiar en los liceos de Caracas. Coincidieron en el liceo Fermín Toro y también en la Universidad Central, entre otros,  Adriano González León, Luis García Morales, Carlos Contramaestre, Salvador Garmendia, Guillermo Sucre Figueredo, Gonzalo Castellanos, Elisa Lerner y Rodolfo Izaguirre, el caraqueño del grupo. Eran los años de la dictadura militar del general Marcos Pérez Jiménez, la censura dominaba, pero los unían  inquietudes literarias, artísticas e ideológicas y el gusto por la bohemia. El café Iruña se convirtió en el lugar de encuentros; más adelante, conformaron un grupo a partir de sus afinidades en gustos e intereses. En 1957, abrieron una galería-librería donde realizaban exposiciones y conferencias. En este espacio se reunían artistas plásticos, escritores y gente del cine. Sardio auspiciaba la integración de las artes.

Las ideas del filósofo francés Jean Paul Sartre fueron fundamentales para la concepción ideológica del grupo. Los sardianos se consideraban afiliados a un humanismo político de izquierda y demostraban su compromiso activo con la cultura. Los guiaba el deseo de cambiar al país, de modernizarlo.  

Para Izaguirre, “Sardio fue una expresión natural de la insurgencia de muchos jóvenes contra la situación política y el mundo literario de entonces”. Impugnaban la tradición, particularmente la literatura costumbrista, incluyendo a Gallegos. Estaban deslumbrados por la literatura europea, a la que consideraban más universal, y abogaban por la libertad que era considerada el más importante de los valores, tanto en lo artístico como en el político y lo económico. Para los sardianos no había arte auténtico sin libertad.

Al igual que sus compañeros, Izaguirre mantuvo la postura crítica, polémica y cuestionadora que caracterizaba a esta nueva generación artistas y escritores.  Su mayor aporte a Sardio lo constituyen los ejercicios de crítica cinematográfica.  En reiteradas oportunidades ha comentado que se hizo escritor para explicar con palabras la maravilla de las imágenes cinematográficas. Dominar la lengua, afinar el discurso, dibujar con palabras, continúan siendo, más que su oficio, su pasión. El cine le interesaba particularmente en tanto forma de arte que permite “crear una ilusión de realidad a veces mucho más densa y más corpórea que la propia realidad”.

Los sardianos se consideraban hijos de Rimbaud, leían a Saint-John Perse, Tristán Tzara, Durremat, realizaban juegos surrealistas, cadáveres exquisitos. Realizaron traducciones de escritores franceses y las publicaron. La influencia francesa era  muy mal vista por la militancia política de ese momento, particularmente por la juventud comunista los acusaba de afrancesados.

Izaguirre participó en el primer comité de dirección de la revista Sardio. Tres años más tarde, fue uno de los redactores  del octavo, polémico y último número de la revista, en el cual se divulga el pre-manifiesto de El techo de la ballena, que marcaría la escisión del grupo. Los integrantes más cercanos a la izquierda pasaron al grupo que recién se anunciaba.

En junio de 1961, Sardio se disuelve y los que pasan a conformar El techo de la ballena, se radicalizan. El nuevo grupo es más contestatario, cuestiona los cánones culturales existentes y propone una ruptura drástica con las estructuras de dominio.

Si bien Rodolfo se mantuvo vinculado a los balleneros, no lo hizo desde la dirigencia, ni con gran protagonismo, pero si participó en los juegos irónicos que crearon los balleneros, entre otros,  los denominados falsarios, una forma de  subversión que  ponía en cuestión la noción de autor: creaban pequeñas  trampas a los lectores: inventaban escritores, libros, como el supuesto Libro Cuarto de la Hechicería. Iban en contra de la autoría, desacralizaban el valor que se le solía dar al escritor, restándole importancia. Imitaban los estilos de otros con la intención de demostrar que la persona no es tan determinante para su producción artística.

Entre muchos de los textos de falsa autoría, es famoso un artículo sobre Juan Rulfo que fue publicado, en Sardio nº 8, como de Rómulo Aranguibel, quien estaba en ese momento en París, y en realidad había sido redactado por  Rodolfo Izaguirre y Salvador Garmendia. Esa osadía molestó considerablemente a Aranguibel.  

A través de esta actitud lúdica demostraban su rebeldía, cuestionaban y se burlaban de todo, incluyéndose a sí mismos La provocación fue otra de las estrategias utilizadas por los balleneros, también utilizada por otros movimientos neovanguardistas del continente.

En 1966 publicó el libro de ensayo El cine venezolano y la novela de ficción urbana, Alacranes que sería galardonada con el premio José Rafael Pocaterra, de la Universidad de Carabobo en 1968.  De Alacranes ha dicho Edilio Peña:

Lo novedoso de la novela es que la memoria no es tratada como un sembradío de recuerdos para rescatar del olvido, o recomponerlos para que no se extravíen. (…) La novela es una pieza de horror, tratada con una exquisita prosa. El horror del mal es purificado por la estática armoniosa del narrador. Paradójicamente, la novela Alacranes se convierte en obra emblemática de los desvaríos mentales, en los que ha sucumbido tanto la Venezuela de ayer, como la del presente. Cundida de alacranes.

  

La Cinemateca Nacional de Venezuela

En 1966, Margot Benacerraf fundó la Cinemateca Nacional de Venezuela y, dos años después, Rodolfo Izaguirre fue nombrado director, allí llevó a cabo una extraordinaria labor como gerente cultural realizando un extraordinario trabajo, no solo de difusión, proyectando películas nacionales y extrajeras a un público muy variado, sino también  una labor pedagógica cuya repercusión llega hasta nuestros días. Apoyó y  defendió el cine venezolano dentro y fuera del país.

Durante treinta años nos deleitó con su microprogama de difusión cinematográfica: El cine, mitología de lo cotidiano, en la Radio Nacional de Venezuela. En el año 2020 le fue otorgado el muy merecido Premio de Honor de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas de Venezuela, como reconocimiento a su labor. Han pasado seis décadas desde que el joven caraqueño se enamoró del cine, incursionó en la literatura para hablarnos del  séptimo arte y nos enseñó su valor.

 

La columna de los domingos.

En la actualidad, y desde hace ya unos cuantos años, Rodolfo Izaguirre escribe los domingos en El Nacional. Su posición crítica ante la realidad venezolana sigue presente.  Si bien sus textos mantienen incómodos a ciertos sectores, resultan un verdadero deleite para sus asiduos lectores, quienes lo esperan con fervor y admiración. En su prosa cargada de fina ironía, cada detalle o acontecimiento cotidiano da pie a la reflexión. Su  actitud comprometida, su humor sostenido y su inmensa capacidad imaginativa convierten las anécdotas y los recuerdos en textos extraordinarios en los cuales la memoria sirve de pretexto para cuestionar el presente. Así, nos habla de Belén, de los helechos de su jardín, de los hijos, de las viejas amistades, de poesía, de la actualidad política, o de cualquier hallazgo fortuito.

Recientemente publicó el libro Lo que queda en el aire,  un poema de amor en el que revive la vida conyugal y familiar con Belén Lobo. Un nuevo proyecto lo anima: escribir sobre su vida.

Estas palabras, que cierran un artículo suyo titulado “Mi propia naturaleza”, nos retratan las virtudes de este gran venezolano, que nos sigue cautivando con su verbo:

“Me distancio y rechazo a quienes se degradan a sí mismos al abrazarse a la ignominia o pervertirse en el autoritarismo; adoro a mis amigos que igualmente me valoran y estiman y por fortuna supe a tiempo que el arte no solo es un sálvese quien pueda sino una gran mentira que se transforma en la única verdad que reconoce mi propia naturaleza.

¡No sé qué es la felicidad, pero conozco el camino que lleva hacia ella!”

Este es Rodolfo Izaguirre, un intelectual de gran altura, ciudadano de firmes convicciones democráticas, un hombre noble.