Carmen Virginia Carrillo
Hay quienes aguardan,
heridos,
esa palabra
que quizá no llegue,
o no baste para hilvanar otra historia.
.
S. Sosnowski
En su poemario Rugido que toda palabra encubre (2017), Saúl Sosnowski pareciera hacer un recorrido espacio-temporal a
partir de las más hondas y persistentes emociones; desde las heredadas de los
ancestros, hasta aquellas causadas por las propias vivencias. Tal vez las más
dolorosas: el abandono, la pérdida, la soledad, el exilio son transfiguradas en
lenguaje y ritmo, en metáfora y analogía que se condensan en ese
“rugido” que la palabra poética “encubre”.
El libro está divido en once partes:
Ecos, Recriminación del recuerdo, Silencios,
Maldita sentencia, Opciones en remojo,
Decálogo, Cartografía, Cicatrices,
Trazos, Recorridos, Del atributo
que todo lo colma; títulos que revelan las
huellas indelebles que asedian a un yo lírico abrumado por el recuerdo.
Desde el
primer verso se percibe una voz que lucha
contra el olvido, que busca memorias y certezas, “la verdad de los tiempos”:
“El mayor puso
la primera piedra” –sentenció.
Y el vacío pudo más.
Un descendiente,
distante,
aún la recuerda.
Retumban
voces que jamás oyó.
Un eco, apenas,
se desliza.
Frente a la sombra
sepia
ya casi nada desea.
Hijo del monosílabo y
la pérdida.
La escritura deviene instrumento
para modelar la identidad. Desde la carencia, con el silencio como aliado, en ese “Espacio de la
memoria”, el poeta evoca experiencias a través de la representación de sí mismo
como un otro al que invade la tristeza: “Cabía esperarlo –se
dice mientras aguarda— es la norma del desdén.”
¿Acaso la palabra podrá devolverle el
sosiego? “Ingenua, / la esperanza cabalga sobre un grito.”, dice. Las voces retumban en el vacío para luego dar
paso a la “Recriminación del recuerdo”,
–segunda parte del poemario–.
Una letra,
solo una
cayó.
Una, apenas,
y fue la duda.
Otras,
enhebradas,
silenciosamente se
deslizan.
Olvidan
que son
memoria.
El hablante explora
sus contradicciones, mientras fluctúa entre
lo íntimo y lo extraño.
La capacidad
expresiva del texto poético está dada por el nexo que establece el hablante con el vacío inicial que antecede a la palabra y,
a su vez, por el temor a que el olvido borre
de las memorias esenciales.
Plagada de huellas
amargas, la voz rememora las secuelas del desamor, del odio desatado, de la
derrota:
…
Desde antes que
siempre sabe
que es solo hijo de un
escaso deseo.
Encajonada sigue la
respuesta.
El silencio se
atraganta en el desvelo,
en la ineludible resignación,
y cada vez más,
en el olvido que
vendrá.
El poeta ansía un diálogo con los ausentes. El inalcanzable anhelo solo se percibe como un eco de voces distantes
que desde el pasado reclaman, de ahí la necesidad de escudriñar en el recuerdo, para ello el hablante recurre al silencio.
Lugar del tiempo,
del terror y la esperanza,
del desafío bajo rajadas lápidas.
Espacio de la memoria,
de fugaces números y letras,
de empobrecidas páginas en los pórticos del mal.
Si bien en la mayoría de los poemas, el
hablante pareciera hablar de una tercera persona, la evocación de espacios
habitados, los traslados hacia lugares menos acogedores, son descritos desde un yo lírico que habla de
sí mismo.
“Patio y azotea,
mi pasado.
Lateral en torre,
mi posible futuro.
Entre ellos,
otro idioma, otro barómetro, otra escala.”
Los desplazamientos por la urbe que se percibe como ajena
desencadenan inquietudes y la escritura se vuelve
refugio, remanso, puente entre la ciudad que se ha dejado atrás, aquella que
vive en la memoria: “Buenos Aires me suma/ El calor no resta” y ese espacio de lo desconocido que se
presenta como una amenaza:
Despertar con la cuota diaria de lejanías,
de innecesaria
reserva,
de palabras
extrañas que deambulan por la quijada,
de calles sin
adoquines,
de vehemente
puntualidad.
Anochecer con faros y
alguna bocina,
las barreras para un tren de siglas
desconocidas,
el ritmo de vagones sin ganado.
Cabía esperarlo –se
dice mientras aguarda— es la norma del desdén.
Llega el eco de una
canción que la radio ignora.
También la lluvia es
ajena –piensa y se oye caminando sobre una vereda de cemento.
Algo sé –dice— y
avanza ansiando el silencio
y lo que
demora en llegar.
La búsqueda del origen, centro y
fundamento de la existencia, representada en el aleph, pareciera un
intento del hablante por librarse del sentimiento de pérdida, de no
pertenencia, aunado a la aspiración de encontrarse a sí mismo.
“En la letra
que sin ser imagen es espejo,
en la clave de
acceso que sin serlo es apertura,
en el salto de
cada poro hacia dentro de su manto;
en la visión
cobijada por su púrpura celeste,
en el firme
equilibrio de sus rostros,
y en el trazo
teñido de blanco,
aleph aguarda a su Adán.”
El
yo lírico se ubica en el lugar del otro para disipar su propia emoción. En ese
desdoblamiento surge un diálogo interno, que pone en escena las contradicciones
y multiplica los sentidos, tanto de las palabras como de los silencios.
En Rugido que toda palabra encubre de Saúl Sosnowski, la memoria se
activa para consolidar la identidad, y la historia familiar se convierte
en el horizonte de sentidos desde el
cual surge la palabra que expresa y simboliza, que conforta y reivindica.
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