Carmen
Virginia Carrillo
RODOLFO
IZAGUIRRE, UNA AVENTURA QUE COMIENZA
EN
LOS AÑOS CINCUENTA
Conocí a Rodolfo
Izaguirre en la década de los noventa, en Trujillo, lo había invitado el cine club Tiempos Modernos, del Ateneo de Trujillo,
al estreno de Bolívar, ese soy yo, de
Edmundo Aray. En aquella época, estas instituciones mantenían una cartelera de
actividades culturales amplia y variada. Era constante la presencia de
personalidades destacadas del ámbito nacional e internacional. Varias veces nos
visitó Izaguirre, en la Universidad de los Andes, Núcleo Trujillo. Con su
talante siempre ameno, lleno de
anécdotas e información valiosísima, cautivaba a profesores, estudiantes y cinéfilos.
Recién comenzaba
mi investigación sobre la poesía
venezolana de los sesenta, así que aproveché sus visitas para entrevistarlo. Rodolfo
había participado en los grupos artístico-literarios más importantes de aquella
época: Sardio y El Techo de la Ballena, su testimonio y su visión de los
acontecimientos eran de gran valor para mi proyecto. Recuerdo que me llamó la atención
su humor inteligente, su capacidad de asombro, su entusiasmo por el cine y la
literatura, su juicio crítico y su
memoria enciclopédica.
Me habló de su
juventud, de su pasión por el cine, de Sardio
y El techo de la ballena, del
país. Este año cumple 93 años y celebramos su vida agradeciéndole su inmenso
aporte al cine y la cultura venezolana.
De esa gran aventura que ha sido la vida de Rodolfo Izaguirre queremos
recordar algunos momentos:
París,
La Sorbona y la cinemateca
Izaguirre viajó a París para
estudiar derecho en la Universidad de la Sorbona, llevaba el entusiasmo de
todos esos jóvenes latinoamericanos que sentían que París era el centro
cultural del mundo. Sin embargo, el
ambiente universitario le resultó anticuado, “medieval” y autoritario, las
clases y el entorno, poco estimulante. En
el trayecto que realizaba a diario desde su residencia hasta el aula de clase,
pasaba por la cinemateca francesa, y esto cambió su destino.
Así recuerda su primera
incursión en lo que sería su lugar favorito de la capital francesa:
Un día —es lo que
se llama torcer el rumbo de una vida—, en lugar de seguir hacia la universidad
me metí a la cinemateca. Friedrich Rosif —quien luego va a ser un gran cineasta—
era portero allí. Cuando uno llegaba
allí veía las maquetas que había construido George Melié para sus Viaje a la luna y Los elenitas, veía en
aquellas películas una cultura pura, alemana, francesa, danesa y aquello fue
para mí una verdadera fulguración, una revelación de algo realmente
insólito. Me quedé allí, no volví más a
la universidad —sin saber que años más tarde me iba a tocar dirigir una
cinemateca aquí en Venezuela. Desde ese
momento no volví nunca a salir de una sala oscura de películas, y mucho menos
del cine.”
A su regreso al
país, sintió la necesidad de desaprender todo
lo aprendido en Europa, de conocer su propia historia, su cultura, y descubrir
lo mágica, sorprendente y enigmática que era su tierra. Sin embargo, el bagaje cultural
que traía consigo no solo no se perdió, sino que le permitió entender los procesos
sociopolíticos que se vivían en el país y hacer aportes importantes a nivel
cultural, particularmente en el ámbito cinematográfico.
Jóvenes rebeldes con Sardio
A mediados de los años cincuenta,
comienzan a llegar a Caracas jóvenes de todas las regiones del país, iban a
cursar el último año de bachillerato, ya que éste solo se podía estudiar en los
liceos de Caracas. Coincidieron en el liceo Fermín Toro y también en la
Universidad Central, entre otros, Adriano González
León, Luis García Morales, Carlos Contramaestre, Salvador Garmendia, Guillermo
Sucre Figueredo, Gonzalo Castellanos, Elisa Lerner y Rodolfo Izaguirre, el caraqueño
del grupo.
Eran los años de la dictadura militar del general Marcos Pérez Jiménez, la
censura dominaba, pero los unían inquietudes literarias, artísticas e ideológicas
y el gusto por la bohemia. El café Iruña se convirtió en el lugar de
encuentros; más adelante, conformaron un grupo a partir de sus afinidades en
gustos e intereses. En 1957, abrieron una galería-librería donde realizaban
exposiciones y conferencias. En este espacio se reunían artistas plásticos,
escritores y gente del cine. Sardio auspiciaba la integración de las artes.
Las ideas del filósofo francés Jean Paul Sartre
fueron fundamentales para la concepción ideológica del grupo. Los sardianos se
consideraban afiliados a un humanismo político de izquierda y demostraban su
compromiso activo con la cultura. Los guiaba el deseo de cambiar al país, de
modernizarlo.
Para
Izaguirre, “Sardio fue una expresión natural de la insurgencia de muchos
jóvenes contra la situación política y el mundo literario de entonces”. Impugnaban la
tradición, particularmente la literatura costumbrista, incluyendo a Gallegos. Estaban deslumbrados
por la literatura europea, a la que consideraban más universal, y abogaban por la
libertad que era considerada el más importante de los valores, tanto en lo
artístico como en el político y lo económico. Para los sardianos no había arte
auténtico sin libertad.
Al igual que sus compañeros, Izaguirre
mantuvo la postura crítica, polémica y cuestionadora que caracterizaba a esta
nueva generación artistas y escritores. Su mayor aporte a Sardio lo constituyen los ejercicios de
crítica cinematográfica. En reiteradas
oportunidades ha comentado que se hizo escritor para explicar con palabras la
maravilla de las imágenes cinematográficas. Dominar la lengua, afinar el
discurso, dibujar con palabras, continúan siendo, más que su oficio, su pasión.
El cine le interesaba particularmente en tanto forma de arte que permite “crear
una ilusión de realidad a veces mucho más densa y más corpórea que la propia
realidad”.
Los sardianos se consideraban hijos
de Rimbaud, leían a Saint-John
Perse, Tristán Tzara, Durremat, realizaban
juegos surrealistas, cadáveres exquisitos. Realizaron traducciones de
escritores franceses y las publicaron. La influencia francesa era muy mal vista por la militancia política de
ese momento, particularmente por la juventud comunista los acusaba de
afrancesados.
Izaguirre participó
en el primer comité de dirección de la revista Sardio. Tres años más tarde, fue uno de los redactores del octavo, polémico y último número de la revista,
en el cual se divulga el pre-manifiesto de El
techo de la ballena, que marcaría la escisión del grupo. Los integrantes
más cercanos a la izquierda pasaron al grupo que recién se anunciaba.
En junio de 1961, Sardio se disuelve y los que pasan a
conformar El techo de la ballena, se
radicalizan. El nuevo grupo es más contestatario, cuestiona los cánones culturales
existentes y propone una ruptura drástica con las estructuras de dominio.
Si bien
Rodolfo se mantuvo vinculado a los balleneros, no lo hizo desde la dirigencia, ni
con gran protagonismo, pero si participó en los juegos irónicos que crearon los
balleneros, entre otros, los denominados
falsarios, una forma de subversión que ponía en cuestión la noción de autor: creaban
pequeñas trampas a los lectores:
inventaban escritores, libros, como el supuesto Libro Cuarto de la Hechicería. Iban en contra de la autoría, desacralizaban
el valor que se le solía dar al escritor, restándole importancia. Imitaban los estilos
de otros con la intención de demostrar que la persona no es tan determinante
para su producción artística.
Entre muchos de los
textos de falsa autoría, es famoso un artículo sobre Juan Rulfo que fue
publicado, en Sardio nº 8, como de Rómulo Aranguibel, quien estaba en ese
momento en París, y en realidad había sido redactado por Rodolfo Izaguirre y Salvador Garmendia. Esa
osadía molestó considerablemente a Aranguibel.
A través de esta actitud lúdica
demostraban su rebeldía, cuestionaban y se burlaban de todo, incluyéndose a sí
mismos La provocación fue otra de las estrategias utilizadas por los
balleneros, también utilizada por otros movimientos neovanguardistas del
continente.
En 1966 publicó el libro de ensayo El cine venezolano y la novela de ficción urbana, Alacranes que sería galardonada con el
premio José Rafael Pocaterra, de la Universidad de Carabobo en 1968. De Alacranes
ha dicho Edilio Peña:
Lo
novedoso de la novela es que la memoria no es tratada como un sembradío de recuerdos
para rescatar del olvido, o recomponerlos para que no se extravíen. (…) La
novela es una pieza de horror, tratada con una exquisita prosa. El horror del
mal es purificado por la estática armoniosa del narrador. Paradójicamente, la
novela Alacranes se convierte en obra emblemática de los desvaríos mentales, en
los que ha sucumbido tanto la Venezuela de ayer, como la del presente. Cundida
de alacranes.
La
Cinemateca Nacional de Venezuela
En 1966, Margot Benacerraf fundó la
Cinemateca Nacional de Venezuela y, dos años después, Rodolfo Izaguirre
fue nombrado director, allí llevó a cabo una extraordinaria labor como gerente
cultural realizando un extraordinario trabajo, no solo de difusión, proyectando
películas nacionales y extrajeras a un público muy variado, sino también una labor pedagógica cuya repercusión llega
hasta nuestros días. Apoyó y defendió el
cine venezolano dentro y fuera del país.
Durante treinta años nos deleitó
con su microprogama de difusión cinematográfica: El cine, mitología de lo cotidiano, en la Radio Nacional de
Venezuela. En el año 2020 le fue otorgado el muy merecido Premio de Honor de la
Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas de Venezuela, como reconocimiento
a su labor. Han pasado seis décadas desde que el joven caraqueño se enamoró del
cine, incursionó en la literatura para hablarnos del séptimo arte y nos enseñó su valor.
La
columna de los domingos.
En la actualidad, y
desde hace ya unos cuantos años, Rodolfo Izaguirre escribe los domingos en El Nacional. Su posición crítica ante la
realidad venezolana sigue presente. Si
bien sus textos mantienen incómodos a ciertos sectores, resultan un verdadero
deleite para sus asiduos lectores, quienes lo esperan con fervor y admiración. En
su prosa cargada de fina ironía, cada detalle o acontecimiento cotidiano da pie
a la reflexión. Su actitud comprometida,
su humor sostenido y su inmensa capacidad imaginativa convierten las anécdotas
y los recuerdos en textos extraordinarios en los cuales la memoria sirve de pretexto
para cuestionar el presente. Así, nos habla de Belén, de los helechos de su
jardín, de los hijos, de las viejas amistades, de poesía, de la actualidad
política, o de cualquier hallazgo fortuito.
Recientemente publicó
el libro Lo que queda en el aire, un poema de amor en el que revive la vida
conyugal y familiar con Belén Lobo. Un nuevo proyecto lo anima: escribir sobre
su vida.
Estas palabras, que
cierran un artículo suyo titulado “Mi propia naturaleza”, nos retratan las
virtudes de este gran venezolano, que nos sigue cautivando con su verbo:
“Me distancio y rechazo a quienes
se degradan a sí mismos al abrazarse a la ignominia o pervertirse en el
autoritarismo; adoro a mis amigos que igualmente me valoran y estiman y por
fortuna supe a tiempo que el arte no solo es un sálvese quien pueda sino una
gran mentira que se transforma en la única verdad que reconoce mi propia
naturaleza.
¡No sé qué es la
felicidad, pero conozco el camino que lleva hacia ella!”
Este es Rodolfo
Izaguirre, un intelectual de gran altura, ciudadano de firmes convicciones
democráticas, un hombre noble.