viernes, 17 de noviembre de 2017

Apuntes para una poética del arte de Rubén Muñoz Martínez

Carmen Virginia Carrillo



         La relación entre la palabra y el silencio ha sido una de las preocupaciones de Rubén Muñoz Martínez. Sus  planteamientos han nacido de la reflexión y de un diálogo intertextual con ciertos planteamientos filosóficos. De ello dan cuenta sus libros Tratamiento ontológico del silencio en Heidegger (2006), Resonancias y silencios de la palabra (2011), Elogio de la contemplación (2012), Incursiones en lo sagrado (2012) y Gramáticas del silencio (2014). Este año, el autor ha publicado una obra: Apuntes para una poética del arte (2017). En esta oportunidad, el horizonte se amplía de la literatura, y particularmente a la poesía, hacia todas las esferas del arte.   
En la presentación, el autor nos habla de su “empeño por pensar el arte”, de ahí que aborde las expresiones artísticas fundamentales: la arquitectura, la escultura, la pintura, la música y la literatura.
En el primer apartado del libro, “Esencia y necesidad del arte” retoma su idea del arte como “actividad humana” que busca “traer a presencia de un modo particular y significativamente primigenio aquello de lo que trata”. Revisa el proceso de creación del artista, la realidad en la cual lleva a cabo su producción, la obra lograda, y la forma en la que el receptor se apropia de ella,  todos ellos núcleos fundamentales que se otorgan sentido entre sí.

Muñoz Martínez se adentra en el ser del artista, en su estatuto ontológico para comprender el lugar que ocupa en el arte.  Explica las características del artista, su  necesidad de crear, su intuición, su talento, el  dominio del oficio, así como también el esfuerzo personal. Recalca la necesidad del silencio ontológico para la dimensión de sentido de la cual emana la creación. Todo ello condicionado por el contexto histórico, la tradición y las circunstancias que lo determinan.
Pasa luego a definir la realidad, entendida como “aquello que el artista pretende plasmar en su obra de diferentes maneras”, esa dimensión objetiva en la cual el artista está inmerso y con la que interactúa de manera permanente.
La creación artística concebida como el centro neurálgico del arte, como mediación entre la dimensión subjetiva del artista y la dimensión objetiva de la realidad. De ese encuentro, señala, surge la obra de arte.
En el texto se describe la creación como un  acto de “re-creación” y como un “des-velar” que muestra lo esencial. Desde la perspectiva del artista, puede constituir un acto de libertad, o una experiencia mística.
 La obra  entendida como ese objeto con “anhelo de  eternidad único e irrepetible… que reúne los elementos esenciales de la existencia” que da cuenta del talento y dedicación del artista y  ayuda al espectador a comprenderse a sí mismo y al mundo.
Siguiendo a Heidegger, Muñoz Martínez explica la obra de arte como “un modo privilegiado de manifestación del ser.”  Esta “expresión en plenitud… se expande significativamente hacia dentro y hacia fuera en un `decir´ silencioso ilimitado”.
El círculo se cierra con el espectador quien contempla la obra de manera consciente, lo que puede llevarle a “formar parte de la misma, constituyéndose finalmente en un “ser-en-la-obra”. Es este acto el que otorga sentido final a la creación artística.
Como indica Rubén Muñoz Martínez, el silencio y la soledad son elementos decisivos no solo para la creación artística, sino también para la recepción de la obra. Solo en el silencio el espectador experimentará la “vibración interior”   que el arte provoca.
En la segunda parte del libro, titulada “Las modalidades fundamentales”, se describen brevemente las modalidades artísticas espaciales –arquitectura, escultura y pintura– y las  temporales –música y poesía–.
De todas ellas, dice el autor,  la arquitectura es la única que tiene como fin  una utilidad. Esto ha hecho que algunos pensadores la hayan considerado un arte inferior, partiendo de la idea de que el arte “no debería necesitar de una funcionalidad extrínseca a la misma para alcanzar su sentido completo.”
La más abstracta de las artes: la música, es definida como “arte del silencio”, ya que la misma solo es posible a partir del diálogo entre el sonido y el silencio.  Del mismo modo,  la poesía, “el arte por excelencia de la palabra”,  surge del silencio original y, con el lenguaje como herramienta, trata “la infinitud de la existencia”.
En Apuntes para una poética del arte, Rubén Muñoz Martínez nos adentra en temas como la necesidad del arte, la capacidad de comprensión de lo real a través de la creación artística, la plenitud en la expresión de la forma demostrando cómo todo ello se materializa en ese momento fundamental en el cual el espectador contempla la obra, se hace parte de ella y se constituye en un “ser-en-la-obra”.

                 


miércoles, 25 de octubre de 2017

"Rugido que toda palabra encubre", de Saúl Sosnowski

Carmen Virginia Carrillo





Hay quienes aguardan,
heridos,
esa palabra
que quizá no llegue,
o no baste para hilvanar otra historia.
.          
S. Sosnowski
           

          En su poemario Rugido que toda palabra encubre (2017), Saúl Sosnowski pareciera hacer un recorrido espacio-temporal a partir de las más hondas y persistentes emociones; desde las heredadas de los ancestros, hasta aquellas causadas por las propias vivencias. Tal vez las más dolorosas: el abandono, la pérdida, la soledad, el exilio son transfiguradas en lenguaje y ritmo, en metáfora y analogía que se condensan en ese “rugido” que la palabra poética “encubre”.
      El libro está divido en once partes: Ecos,  Recriminación del recuerdo,  Silencios,  Maldita sentencia, Opciones en remojo,  Decálogo,  Cartografía,  Cicatrices,  Trazos,  Recorridos, Del atributo que todo lo colma;  títulos que revelan las huellas indelebles que asedian a un yo lírico abrumado por el recuerdo.
  Desde el primer verso se percibe una voz que lucha contra el olvido, que busca memorias y certezas, “la verdad de los tiempos”:

“El mayor puso la primera piedra” –sentenció.                
Y el vacío pudo más.

Un descendiente,
distante,
aún la recuerda.

Retumban
voces que jamás oyó.

Un eco, apenas,
 se desliza. 

Frente a la sombra sepia
ya casi nada desea.

Hijo del monosílabo y la pérdida.

  La escritura deviene instrumento para modelar la identidad. Desde la carencia, con el  silencio como aliado, en ese “Espacio de la memoria”, el poeta evoca experiencias a través de la representación de sí mismo como un  otro  al  que invade la tristeza: “Cabía esperarlo –se dice mientras aguarda— es la norma del desdén.”
          ¿Acaso la palabra podrá devolverle el sosiego? “Ingenua, / la esperanza cabalga sobre un grito.”, dice.  Las voces retumban en el vacío para luego dar paso  a la “Recriminación del recuerdo”, –segunda parte del poemario–.                                                                                                                                                                                                                             
Una letra,
solo una
cayó.

Una, apenas,
y fue la duda.

Otras,
enhebradas,
silenciosamente se deslizan.

Olvidan 
que son memoria.


    El hablante explora sus contradicciones, mientras fluctúa entre lo íntimo y lo extraño.
La capacidad expresiva del texto poético está dada por el nexo que establece el hablante con  el vacío inicial que antecede a la palabra y, a su vez,  por el temor a que el olvido borre de las memorias esenciales. 
  
  Plagada de huellas amargas, la voz rememora las secuelas del desamor, del odio desatado, de la derrota:

Desde antes que siempre sabe
que es solo hijo de un escaso deseo.

Encajonada sigue la respuesta.

El silencio se atraganta en el desvelo,
   en la ineludible resignación,
y cada vez más,
en el olvido que vendrá.


El poeta ansía un diálogo con los ausentes.  El inalcanzable anhelo solo se percibe como un eco de voces distantes que desde el pasado reclaman, de ahí la necesidad de  escudriñar en el recuerdo,  para ello el hablante recurre al silencio.


Lugar del tiempo,
del terror y la esperanza,
del desafío bajo rajadas lápidas.

Espacio de la memoria,
de fugaces números y letras,
de empobrecidas páginas en los pórticos del mal.


Si bien en la mayoría de los poemas, el hablante pareciera hablar de una tercera persona, la evocación de espacios habitados, los traslados hacia lugares menos acogedores,  son descritos desde un yo lírico que habla de sí mismo.


“Patio y azotea,
mi pasado.
  
Lateral en torre,
mi posible futuro.

Entre ellos,
otro idioma, otro barómetro, otra escala.”


Los desplazamientos por la urbe que se percibe como ajena desencadenan inquietudes y la escritura se vuelve refugio, remanso, puente entre la ciudad que se ha dejado atrás, aquella que vive en la memoria: “Buenos Aires me suma/ El calor no resta”  y ese espacio de lo desconocido que se presenta como una amenaza:

 Despertar con la cuota diaria de lejanías,
de innecesaria reserva,
de palabras extrañas que deambulan por la quijada,
de calles sin adoquines,
de vehemente puntualidad.

Anochecer con faros y alguna bocina,
   las barreras para un tren de siglas desconocidas,
   el ritmo de vagones sin ganado.

Cabía esperarlo –se dice mientras aguarda— es la norma del desdén.

Llega el eco de una canción que la radio ignora.
También la lluvia es ajena –piensa y se oye caminando sobre una vereda de cemento.
Algo sé –dice— y avanza ansiando el silencio
y lo que demora en llegar.



      La búsqueda del origen, centro y fundamento de la existencia, representada en el aleph, pareciera un intento del hablante por librarse del sentimiento de pérdida, de no pertenencia, aunado a la  aspiración  de encontrarse a sí mismo.


“En la letra que sin ser imagen es espejo,
en la clave de acceso que sin serlo es apertura,
en el salto de cada poro hacia dentro de su manto;
en la visión cobijada por su púrpura celeste,
en el firme equilibrio de sus rostros,
y en el trazo teñido de blanco,
aleph aguarda a su Adán.”



           El yo lírico se ubica en el lugar del otro para disipar su propia emoción. En ese desdoblamiento surge un diálogo interno, que pone en escena las contradicciones y multiplica los sentidos, tanto de las palabras como de los silencios.
  


    En  Rugido que toda  palabra encubre de  Saúl Sosnowski, la  memoria  se  activa para consolidar la identidad, y la historia familiar se convierte en  el horizonte de sentidos desde el cual surge la palabra que expresa y simboliza, que conforta y reivindica.



sábado, 22 de julio de 2017

Extranjería y desarraigo en dos poemarios de las escritoras venezolanas Gina Saraceni y Cristina Falcón

 Carmen Virginia Carrillo








El artículo “Extranjería y desarraigo en dos poemarios de las escritoras venezolanas Gina Saraceni y Cristina Falcón” fue publicado en: Sociedades y desigualdades Revista del Centro de Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades. Universidad Autónoma del Estado de México. Año 1, número 1, Toluca, Estado de México, julio-diciembre de 2015. Pp. 45-54.


Durante  las tres últimas décadas del siglo XX y la primera década del siglo XXI, se observa en la poesía venezolana escrita por mujeres,  la recurrencia de textos que ponen en escena la condición de la extranjería como eje de la existencia signada por la diferencia.
En los  setenta, Miyó Vestrini y  Margara Russotto incorporaron a sus versos la representación poemática de su extranjería. Estas escritoras, hijas de emigrantes que llegaron al país siendo niñas, plasmaron en sus textos  la extrañeza experimentada frente a un entorno desconocido y la percepción de sí mismas en función de las diferencias.
A finales de la década de los noventa del siglo XX y comienzos del presente,  Verónica Jaffé (1957),  Laura Cracco (1959), Carmen León Ferro (1962), Jacqueline Goldberg (1966) y Gina Saraceni (1966) nacidas en Venezuela, descendientes de europeos que emigraron al país, ponen en escena la otredad heredada de sus ancestros, en sus textos poéticos.
Por su parte, Cristina Falcón Maldonado (1963), escritora venezolana residenciada en Europa desde 1988, reflexiona sobre el desarraigo en su poemario Memoria errante (2009). En el caso de Falcón, la extranjería está planteada desde el punto de vista de quien emigra y, desde otro contexto, con otros paisajes y otras experiencias culturales,  rememora el terruño.
Para este trabajo, he seleccionado los poemarios La casa de pisar duro (2011) de Gina Saraceni y Memoria errante (2009) de Cristina Falcón, dos libros en los que la noción de extranjería resuena desde dos matrices semánticas fundamentales: la extrañeza que acompaña al emigrante y  la percepción del desarraigo a partir de la rememoración de la casa materna como espacio de la pertenencia y la nostalgia, .  
Gina Saraceni ha publicado los poemarios Entre objetos, respirando (1998); Deriva (2000); Salobre (2004), libro que ganó la Bienal de  Coro “David Elías Curiel” mención Poesía en el año 2001 y Casa de pisar duro (2013) premiado en el XI Concurso Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana en el 2011. Entre sus trabajos de crítica literaria,  cabe destacar: Escribir hacia atrás (2008) y La soberanía del defecto, (2012).
Su condición bilingüe la acerca al oficio de la traducción. Y es a través de esta  actividad que Saraceni entabla una relación de doble sentido con la lengua materna, de ahí que se haya ocupado de traducir al italiano a los poetas venezolanos Rafael Cadenas y Yolanda Pantin y al castellano a la poeta italiana Alda Merini.   
En su libro Salobre (2004) Saraceni se ocupa del tema de la extranjería. La herencia familiar, con su carga simbólica y cultural,  representada desde  la memoria afectiva de un sujeto lírico que busca aferrarse al legado de los ancestros, es el eje temático de los poemas.
 Nos encontramos frente a la articulación de un discurso poético que se construye  a partir de la problemática que viven los emigrantes, quienes tienen que abandonan su lugar de origen y deben enfrentarlo desconocido,  y una lengua que les es ajena, de ahí el extrañamiento que el extranjero plasma en  su escritura. La patria abandonada se hace cada vez más distante y el presente se puebla de recuerdos.
De todos los espacios de la memoria personal a los que la voz poética del emigrante remite, la casa familiar es el más preciado. Universo primigenio convertido en ámbito virtual, en discurso. La casa de los ancestros se constituye en el lugar de la añoranza, ese “lugar físico-empático-emocional” con el que se tiene un doble vínculo temporal, el referido al propio presente de la enunciación y el que tiene que ver con un pasado que se representa  (Casas, 1998:160).
Nueve años después de la publicación de Salobre, se edita  el poemario Casa de pisar duro (2013). El título del libro lo toma la autora de un poema de Miyó Vestrini, escritora cuya obra ha analizado en sus trabajos críticos, y que incorporó al estudio de la poesía venezolana de su libro La soberanía del defecto  (2012). Consideramos pertinente resaltar cómo el diálogo intertextual, que se anuncia desde el título del poemario, da cuenta de una escritura signada por la coincidencia de temas y problemáticas que ocupan a ambas poetas. La experiencia de la extranjería parecería constituir uno de los ejes fundamentales de ambas aproximaciones poéticas.
Saraceni ha señalado que su escritura se inserta en una “estirpe de voces” (Marguerite Duras, Antonio Gamoneda, Marina Tsvietáieva, Celine, Luz Machado, Yolanda Pantin, Fabio Morábito, Coetzee, Vicente Gerbasi, Sergio Chejfec, Eugenio Montale, Miyó Vestrini) que la acompañan y señalan “caminos y formas de pensar los problemas” (Saraceni en  Guerrero, 2011: en línea). Entre los temas comunes a estas voces se encuentran la noción de pertenencia y la reflexión sobre la lengua y el habitar.
Los poemas  reunidos  en Casa de pisar duro  hablan de viajes, de memorias, del dolor de la pérdida y de ese espacio privilegiado que es la casa. Dividido en tres secciones: “Casalba”, “Cuerpo a Cuerpo” y “Extravío en Manhattan”, el libro evoca vivencias en  la casa materna y  en ciudades extranjeras (Berlín, Nápoles, Nueva York), en la que temporalmente habita una voz errante.
Respecto al  poemario, la autora ha dicho que en el mismo  busca:

Explorar cómo la pertenencia  se funda paradójicamente en la imposibilidad de habitar  el origen que nos funda y constituye. Es decir, la casa no es sólo el piso y el techo que nos sostiene y cobija sino también esa zona siniestra donde lo más familiar e íntimo se enrarecen y donde la descolocación, la pérdida, la nostalgia son otros modos de estar “en casa”.  (Saraceni en Pietro, 2012).

            Al igual que en Salobre,  en Casa de pisar duro, la casa se convierte en  el espacio poético por excelencia, universo de símbolos del que se nutre la memoria. En los poemas, un yo lírico reflexiona sobre el transcurrir del tiempo  y las huellas que el mismo va dejando en los muros de  la casa materna, ahí están guardadas las experiencias  fundamentales de sus habitantes. Cuando se regresa a  la casa tras la ausencia, solo se encuentra vacío, abandono, sentimientos  que se  rescatan de los laberintos de la memoria.   No obstante,  es necesario volver a la casa,  habitarla, enfrentar los recuerdos:

En la casa se oye crecer una raíz
se abre paso en cada
hueco que encuentra
en su transcurso.

Es sangre la que corre por esa vena inmensa.

Es  la casa entera  que germina
en el piso abierto de junio.


Una araña mueve la tierra

hala sus hebras más delgadas.

Los helechos saben
que las raíces crecen
hacia adentro.

lejos todavía.

(Saraceni, 2013: 26 )

La casa, símbolo de lo fundacional  y refugio de valores ancestrales, es el primer universo, “cuerpo de imágenes que da al hombre razones o ilusiones de estabilidad” (Bachelard, 1983:48). En la representación poemática, la casa se hace una con la naturaleza,  “germina”, se expande por las venas de la tierra, se mantiene vive, se reproduce.
Más la memoria no solo se recuerda en los espacios abandonados, busca también recrear escenas familiares, en las que los ancestros repiten los viejos rituales:

El amanecer llega a la casa lentamente.

Nada quiebra el silencio que queda de la noche.

Sólo se oye respirar a los insectos.

El padre y la madre desayunan.

El padre muerde el pan duro,
lo moja en agua y aceite
come la harina espesa de la guerra.

La madre, en cambio,
prefiere la avena y la manzana,
hechas arena al tacto de su lengua.

Ambos comen la corteza
del tiempo que se acaba.
Ese ser dos en la vejez,
aferrados a un ritual
que les devuelve los primeros
paisajes de sus vidas.

Ese ser hijos de lo mismo,
del mismo pan duro que mastican,
sin que la miga ceda
al diente que la muerde . 
         
  (Saraceni, 2013: 28-29)

En los versos, la cotidianidad pareciera ser el antídoto al transcurrir del tiempo. Sin embargo, no siempre la vida toma la palabra.  En oportunidades, como en el poema que citamos a continuación,  la muerte se apodera de la escena y domina la percepción del yo lírico frente a la casa deshabitada:

Las casas mueren cuando se vuelven árboles,
cuando una mancha vegetal las recubre
y convierte en jardines verticales.

De sus ventanas brotan raíces
que rozan el filo de las nubes.

La casa muere con el verano en la garganta.

Hubo luz, un tiempo, en esa casa.
Hubo vidrios limpios que acogían una
mano temerosa de que el viento los quebrara.
Hubo niños oliendo a pinos y olivares
y una puerta grande donde entraba
todo el pasado y su memoria.

Los muertos regresan a la casa,
hablan una lengua incomprensible y
levantan el polvo acumulado de los años. 

Puede que aquí el tiempo se detenga
y solo exista el instante en que la casa
se torna un paisaje fugitivo.

Todo se mueve en su cuerpo de piedra
hasta la hoja más pequeña que se asoma
a la intemperie y se abandona.

No hay de dónde sostenerse
para seguir de pie ante la casa;
para no caer delante de sus ruinas
y volverse una planta más que la recorre.

            No se puede mirar tanto pasado
sin perderse en el hueco vertical
de sus paredes.

No se puede mirar en ese quiebre
sin pensar que alguien fue feliz en esta casa
alguien aferrado al canto de los grillos.

(Saraceni, 2013:9-10)

La memoria nos permite preservar del olvido lo que amamos, mantenerlo vivo. Es en este punto en el que la poesía permite superar la idea de la extinción, ya que a través de la palabra la soledad metafísica del extranjero encuentra consuelo. Detener el tiempo para inmortalizar las anécdotas vividas en la casa, las emociones allí experimentadas,  pareciera ser una de las intenciones de ese yo lírico que transita por las ruinas de la antigua morada.
En la poesía de Saraceni el recuerdo  se expande desde la escucha amorosa de los sonidos del pasado, de la infancia, de la casa. Y es precisamente ese prestar oídos  al dictado de la memoria  lo que permite volver “a la casa que se quiebra donde la ausencia no perdona/ al juego que perdura en el tacto del recuerdo/al tiempo que interroga y no sabemos responderle.” (Saraceni, 2013:47).  
Si como dice Gastón Bachelard “somos diagrama de las funciones de habitar esa casa y todas las demás casas no son más que variaciones de un tema fundamental” (1983:45), en los versos de Saraceni las ciudades habitadas, visitadas,  constituyen las variaciones de la casa materna.
Estamos ante la  presencia de un yo lírico autorreferencial que reflexiona sobre los desplazamientos de sus ancestros y los suyos propios, sobre las pérdidas, y las renuncias que  llevan consigo los hijos de emigrantes, ante   la imposibilidad de permanecer en el lugar de origen.

Cristina Falcón Maldonado (1963), está residenciada en Europa desde hace 26 años. Actualmente vive en Cuenca, España. Ha publicado tres poemarios: Premura sagrada (1986), Memoria errante (2009) y Borrar el paisaje (2014). Los dos últimos editados por Candaya. Sus poemas han sido publicados en revistas literarias e incluidos en la Antología En-obra poesía venezolana 1983-2008 (2008), de la Editorial Equinoccio.
Falcón se ha destacado por sus libros para niños. Entre ellos cabe destacar Letras en los cordeles (2012), que ha sido traducido a varios idiomas.
El libro que nos ocupa, Memoria errante (2009), está dividido en cinco partes. “Hubo de irse”, “Deriva”, “Regresos”, “Fronteras” y “Destinos”. Estos títulos configuran una bitácora de lectura que traslada al lector del espacio nativo al país de acogida. A lo largo del recorrido geográfico, con sus idas y venidas, los temas de la migración, la memoria como consuelo de extranjero, la rememoración de la infancia  y de la casa materna constituyen las matrices semánticas fundamentales del poemario.
La extrañeza da pie al cuestionamiento, a la fragmentación de un yo que oscila entre el presente de extranjera y la memoria del pasado en el país de origen. El poema XV habla de la hostilidad que percibe en aquellos que insisten en señalar las diferencias:

XV
Dicen
forastera.

Pero ya no es la infancia
la tarde de juegos
la película del domingo.

Es mi vida.

No dejaré de ser
errante
forastera

hasta que regrese al único lugar
en el que no tengo que volver la cabeza al escucharlo.

(Falcón, 2009: 38)

Para Guillén, “la poesía del desterrado es un consuelo –en lo esencial, no hay otro-, una compensación, una inversión del destino del autor” (Guillén, 1998: 37). Desde su condición de extranjera, Falcón encuentra en la palabra poética un horizonte desde el cual interpreta la alteridad que a ratos se hace insostenible.  Experiencia hecha palabra, poema, obra.

Lejanas latitudes
corro en la memoria
llueven sobre la palabra
me borran.
(Falcón, 2009: 88)


De qué nos han valido
los viajes de ida y vuelta
si no somos dueños de bitácora
si el destino no se deja
si nos deja
más que esta pesadumbre
errática.

(Falcón, 2009: 70)

       El país de origen, ese espacio añorado está representado en oposición al país de acogida, que se muestra como un lugar hostil. La no pertenencia, el sentirse forastero, diferente, otro, es el resultado de una situación de extrañamiento producto de la separación  del espacio nativo, lo conocido, la zona de confort, el lugar de los afectos.
Toda exclusión implica la posible pérdida de la identidad. Lengua, tradiciones, costumbres, se ven amenazadas por la necesidad de asimilarse a la cultura del otro. En el poema VII dice Falcón:

No menciones
la memoria
porque en ella pueden encontrar
ese reflejo
al que han decidido  tirarle una piedra.

(Falcón, 2009: 25)

El deseo de preservar la herencia familiar obliga al extranjero a recurrir a la  memoria, para, a través de ella,  mantener lazos perdurables con la raíz de su existencia: sus creencias, su familia, su tierra:

XXXIII

Vengo de la memoria
allí tengo mi zaguán
mi taza de peltre
mi vacío asomado desde el poyo de la ventana.

Vengo de no estar.

Voy amueblando estancias
               sorteando esperpentos
               sacudiendo semillas de anís estrellado
               flores de malabar
               sortijas de tierra
               del barro que soy

              Sacudo sortijas
              en tierra de nada
              de nadie.

(Falcón, 2009: 67)

        La extranjería vista como condición fundamental e inevitable del yo lírico, está representada a partir de la traslación espacio-temporal: del microcosmos familiar cerrado, íntimo, protector del pasado, al espacio abierto, amenazante, del presente:

XVII
Siempre hubo errancia
desde que comencé a perderme por el solar
mucho mundo más allá de las tapias
mucho como para quedarse.

No se te vaya a ocurrir
después de todo
necesitar nombres
querer dormir
viendo bajar la neblina
oyendo a café dulce
abrazando una espalda frágil.

Nos hacemos gusanos
a los que ya no les crecen esperanzas.

(Falcón, 2009: 41)

La relación con el otro, la apertura al otro están determinadas por la condición de extranjera del yo lírico. Para Martínez de la Escalera “lo que determina lo extraño es la ocasión, el acontecimiento, la oportunidad; un aquí y ahora transformándose inexorablemente en un allí y entonces; lo instantáneo (es decir lo congelado en un instante eterno), lo repentino, lo inesperado.” (Martínez de la Escalera, 2002:85). En los versos de Falcón, una sucesión de eventos y memorias permiten al yo lírico  “desandar las rutas”:

XXI

Voy a marcar rumbo
aunque el faro del sur
no me asista.

Desandar las rutas.

Voy a izar velas en la caliza
a volver
con el bajel a cuestas porque no soy de mar

soy esta especie
de tierra
por todo lo ajeno.
(Falcón, 2009: 45)

            La memoria espacial permite al yo lírico  retomar el hilo de su existencia, volver a sus raíces, al paisaje nativo, a la casa materna:

La memoria no existe
no es nada
si no  tiene que ver
con un corredor
con una esquina
un abrazo.

Te falta el aire
y das las gracias
porque después de todo
y del tiempo
tienes que morderte
esa llaga en la boca

al que firma la condena y la constancia
de lo que seguimos siendo.
(Falcón, 2009: 26)


Rememoración de la  infancia  desde una percepción sensorial. Ese  tiempo feliz en que las certezas cobijan el desamparo:

Cuando los nombres no nos pertenecen
es mejor  cerrar los ojos
volver
a espacios conocidos
respirar la fruta de la infancia
dejar que suene
la voz

que ya no espera ser articulada.
(Falcón, 2009: 34)

La infancia representada como la edad de la añoranza. Plagada de lugares, aromas y sonidos que se van perdiendo en los laberintos de la memoria y que el poema invoca en un intento de perpetuar una verdad que amenaza con diluirse en el olvido. 

Nacer y morir.
Regresar
por las calles de la infancia
cada día.

Mis calles llevan
fechas
que asigna la memoria

nombrarlas
volver calle arriba y calle abajo
se convierte
en el sustento.
(Falcón, 2009: 36)


En la infancia, lo sensorial y lo emocional predominan sobre lo verbal. El niño que todavía no habla reside en una esfera de percepciones que se va transformando a medida que aprende la lengua, y adquiere sistemas de signos que le permiten comunicarse con mayor fluidez. No obstante, este desarrollo supone  la pérdida de un mundo de sensaciones que quedan grabadas en la memoria como eventos prelocutivos. La imposibilidad de recuperar ese estado primigenio genera conflicto y cierta nostalgia, la misma nostalgia de aquel que ha de abandonar su casa y su tierra para fundar un nuevo hogar en un país extranjero. 
Para Gómez Mango “el poema aspira y a la vez se nutre de esa primera patria abandonada” (2012: 17-18). Lugares que  se perciben como privilegiados y se convierten en espacios de escritura. Los recuerdos se organizan a partir de los espacios físicos en los que sucedieron y la voz poética va articulando, a lo largo de sus versos, meditaciones reflexivas en una escritura autobiográfica cargada de melancolía. 

Voy por la casa
nadie  parece darse cuenta
de que voy
inclinada hacia adelante
por el peso de la piedra.

Voy por la casa
Como un eco sin retorno.

Busco mi libro
mi lápiz
pronuncio mis habladurías
me visto para la ocasión

le salgo al día como un trasnocho.

Voy por la calle
como por la casa
como por la vida.
(Falcón, 2009: 43)

En los poemas de Cristina Falcón, la extranjería es representada desde el desamparo que produce la pérdida del espacio originario de la tierra y la casa familiar. En sus versos, la infancia se nos muestra como la etapa privilegiada de la existencia, los años de protección bajo el cobijo materno, la seguridad. En cambio, el presente como extranjera es descrito como una experiencia dolorosa cuyo único consuelo pareciera ser  la escritura.
Tanto Gina Saraceni, como Cristina Falcón parten de acontecimientos autobiográficos para articular una identidad problemática en el sujeto lírico, que a su vez se refleja en el discurso poético. La nostalgia es el sentimiento predominante en la escritura de estas poetas venezolanas que recuperan el pasado a través de la  memoria.
Estamos frente a la representación de una casa que pareciera desmoronarse en la distancia temporal del recuerdo; que insistentemente evoca la sensación de pérdida y, en cierto sentido, de orfandad.
En los poemarios de Saraceni y Falcón, se ponen en escena desplazamientos, separaciones, desarraigos, añoranzas, a partir de la representación poemática de ese espacio privilegiado de la memoria, que es la casa.   Y es a través de la reconstrucción del lugar de origen que la voz poética recupera su identidad.


Referencias Bibliohemerográficas:
Bachelard, Gaston, 1983, La poética del espacio, Fondo de Cultura
     Económica, México.
Casas, Arturo, 1998, “Evidentia, Deixis y enunciación en la lírica de referente
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    (13/02/2014)
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 ________________  2004, Salobre, Ediciones Casa de la Poesía de Falcón,            Coro.