Carmen Virginia Carrillo
Pedro José
había ido a visitar a su
viejo amigo Hilario Briceño días después de su regreso. Lo
encontró solo, sentado en
el portal, con el sombrero
en las
piernas, medio adormecido, muy
decaído.
-La
vida se hizo para llevar vainas,
y si no que lo diga el compadre,
que duras la pasó en la cárcel.
-¿No
es así don Pedro?
- Don
Hilario, usted tiene que cuidarse,
mire que si no
le pone empeño se va a enfermarse
de verdad.
- Míreme don Pedro, después de tanto bregar y bregar, aquí me tiene, todo cojo y arrastrado, sin que nadie me
asista.
El
general esperaba todas las tardes el regreso
de su hija.
- Mi niña Isabel, qué será de ella, solita por esa mentada
ciudad de París.
–Verá que cumple con el encargo– le aseguró Pedro José.
-Será que todavía no ha encontrado los
remedios que me fue a buscar?. No debió irse al otro lado del
océano, total yo el reuma lo
controlo con el guarapo de hierbas
que me hace misia Ana.
–Siempre hay contratiempos en un viaje,
mi general. Pero Isabel va a regresar.
Nada parecía animar al viejo, ni siquiera las antiguas historias que Pedro José solía narrarle años atrás,
cuando el espíritu de aquel inmenso hombre de barbas
espesas, se alimentaba de las heroicas hazañas de sus antepasados.
Don Hilario ofreció a su visitante licor de la casa. Pedro José y el
viejo Hilario ingresaron al comedor para beber el licor. Como toda la casa el
comedor estaba tapiado de oscuridad para aplacar el bochorno del sol. El
comedor olía a vejez y a los remedios de
la vejez.
La sirvienta resuelta le entregó al invitado la copa y
cuando estaba a punto de retirarse, el general Briceño le dijo:
-Misia Ana,
cuando llegue la niña Isabel me
la pasa a su
cuarto a que deje el equipaje,
que se asee y venga a pedirme la bendición.
-Pero
don Hilario, usted no se da
cuenta que ya hace veinte años que se
fue la niña y que no va a volver.
-Usted obedezca misia Ana.
La
criada se retiró preocupada y el
silencio invadió los pasillos, se posesionó de los patios y las
habitaciones, de toda aquella inmensidad
de tierra, del monte, del cielo.
Don
Pedro se quedó pasmado, no sabía
qué hacer para consolar a su amigo. Apuró la copa y se
despidió del general.
Pedro José retornó a su casa entre sombras y silencio. Cuando los
últimos trotes del
caballo dejaron de escucharse, don
Hilario se levantó
parsimoniosamente de la mecedora, cogió su bastón y se dirigió
hacia el pasillo.
El último cuarto a la derecha estaba
siempre con llave, sólo el general podía entrar allí. Él mismo se ocupaba de
limpiar y mantener aseado aquel lugar,
en esa habitación guardaba su más preciado tesoro:
quince máuseres que le sirvieron para
hacerle frente al general Araujo, dos revólveres recién traídos de la capital,
la última novedad,
una espada de
hierro fundido, herencia familiar y varios machetes y puñales. Allí
pasaba horas limpiando, puliendo y
acariciando las armas como sólo había hecho en su vida a una mujer: su perfecta
Isabel María, esa virginal criatura que
hizo suya cuando le despertaban los
encantos, el mismo día que
cumplió catorce años.
Muchas otras
mujeres pasaron por su camastro;
para ellas no hubo caricias, sólo deseo, violencia animal. El recuerdo de Isabel María estaba impregnado
de olor a pólvora, pólvora de fuegos artificiales que se lanzaron el día de
la boda,
del revólver que disparó esa noche cuando ella
le esperaba en la cama,
para advertirle que
así como destrozaba la
jarra de agua
de un tiro
certero, así la destrozaría si le faltaba
alguna vez. Pólvora
de las dos revoluciones en que participó mientras ella vivía.
Pólvora de las salvas que se lanzaron cuando nació
Isabel, horas antes de que la madre muriera a consecuencia del
difícil parto.
Por
las noches se quedaba dormido
sobre una silla de caoba negra que hacía juego con un
escritorio del mismo material. En
el rincón había una mesa sobre la
cual se desparramaban las partes del
arma en turno. Cada día una diferente.
Por orden estricto las iba bajando de la enorme estantería que
cubría las paredes de lado a lado. Sólo
despertaba cuando el gallo del corral lanzaba su primer canto a las 3,30; a esa hora
terminaba su labor, regresaba el arma a su lugar, recogía la lámpara de Kerosén
y se encaminaba a su habitación,
se quitaba la chaqueta y se tiraba
sobre la cama, aun a sabiendas de que no dormiría más, que
contaría una a una las campanadas
lejanas de la catedral hasta las 5,30
cuando el olor a café colado le avisaría que ya podía levantarse. En ese
momento se incorporaba, alisaba el ajado cobertor, se arrodillaba en el
reclinatorio que tenía frente al Corazón de Jesús y rezaba por el alma de su Isabel María.
Año
tras año la misma rutina, la misma
soledad, el mismo anhelo. Ya no podía montar a caballo, y para recorrer sus tierras utilizaba una carreta que el mismo había
diseñado y cuya construcción inspeccionó paso a paso.
A la mañana siguiente don Pedro se
alistaba para montar en su alazán favorito y recorrer las plantaciones de café,
cuando entró corriendo y gritando un peón del general Hilario:
- Don Pedro, don Pedro, dónde está
don Pedro? Misia Ana lo manda a llamar de urgencia.
- Qué sucede muchacho? Le salió al paso Pedro José.
- El general no responde, misia Ana le
toca la puerta una y otra y otra vez y nada, ella está muy asustada.
- Adelántate, ya yo te alcanzo. Terminó
de montar a Chirere, el caballo más fuerte de la Represa, y se dirigió al
Capataz, le dio unas órdenes y salió al galope hacia la hacienda de Briceño.
- El general tampoco contestaba a
sus llamados, así que Pedro José decidió tirar la puerta y entrar a la fuerza.
Encontró al viejo Hilario tirado en el piso,
con la foto de Isabel María vestida de novia entre las manos.
Seguramente la muerte lo alcanzó antes de que llegara al reclinatorio.
1 comentario:
El comedor del viejo Hilario "olía a vejez y a los remedios de la vejez". En esa frase, en otras similares, se instala el relato de Carmen Virginia Carrillo "Mi general Hilario".
Faulkner decía que solo perduran las narraciones en que se elimina el tiempo como factor. Hay relatos que envejecen, y otros que surgen flamantes cuando los releemos. (Solo la relectura garantiza su permanencia). Leer "Mi general Hilario" es recuperar una época de la historia venezolana imposible de soslayar, difícil de olvidar. Las situaciones brotan de esa tierra roja y heroica donde todo es factible. Se trata de un espacio histórico donde nadie sobrevive, todos perduran. Es un lugar habitado por hombres bravíos y mujeres intrépidas. En esa época no existía resignación, la muerte era un accidente, que se asentaba en el libro del debe y el haber.
Me he asomado a otros relatos de la profesora Carrillo, siempre con sigilo, e invariablemente he tropezado con la misma sorpresa. Sus seres parecen conocidos de antiguo, aunque siempre son capaces de enrostrarnos algo inesperado. Ella es una especie de memorista de la tribu, su pluma se ha dedicado, con seguro trazo, a registrar el paso de sus antepasados por esta tierra.
No es necesario ser grandilocuente para adquirir grandeza. Todos sus personajes son "bigger than life." Cada una de las situaciones emerge de la fantasmagoría de episodios lejanos y se encarna en seres reales. El resultado quita el aliento.
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