sábado, 14 de mayo de 2011

Palabra y memoria: algunos motivos en la poesía de Eugenio Montejo


Carmen Virginia Carrillo
 
 
 
Ya yo fui Eugenio Montejo,
el falso mago de bosques invisibles
que convertía en vocales verdes
la densa luz de mis árboles amigos.




       
        Hay algo en los grandes poetas que,  como una lira de Midas, puede transfigurar hasta la frase más banal o la imagen más insignificante en poema, y es que para Montejo la poesía no es simplemente un ejercicio literario, es un acto de fe.  
La palabra constituye el asidero del ser de las cosas, por tanto la labor del escritor no sólo es poética, sino también  metafísica. En una entrevista que le hice hace unos años, Montejo señaló que la función de la poesía “es hacer que los dioses existan un poco más”. Si los dioses han estado allí desde siempre, si son los  guardianes de aquello que en el hombre es genialmente divino, y se perpetúan  en las voces que nos circundan, la voz de Eugenio Montejo  traduce la palabra de los dioses que se esconde en la naturaleza y nos permite escucharla.   
Para Heidegger, la poesía hace estallar lo abierto y nos lleva al alumbramiento y a la armonía; a través del arte se nos revela lo otro, de ahí que considere a la obra artística como una alegoría cuya función es instaurar la verdad, fundar mundos a través de la palabra (1992). Estima el filósofo alemán  que “el hombre es el que es, precisamente al dar y por dar testimonio de su propia realidad de verdad (Dasein). Y ese testimonio no resulta apéndice o glosa marginal al ser del hombre, sino que constituye su íntegra y propia realidad de Hombre” (Heidegger, 1989:22-23) En la poesía de Montejo encontramos memorias y valores fundamentales; su palabra constituye un intento de entender la esencia de los seres y de plasmar las emociones más profundas del hombre; de esta manera, el poeta da cuenta de su existencia y construye una realidad textual, síntesis del mundo, en la cual las nociones de tiempo, espacio y cuerpo atienden  a una concepción multiforme y plural que, paradojalmente, se proyecta hacia la unidad y la integración.
La vida y la muerte configuran el itinerario inmemorial que se da cita en los versos del poeta a través de la evocación. Es el eterno retorno a las raíces y a la historia familiar; los seres queridos -algunos  ya desaparecidos- se hacen presentes al conjuro de la palabra y así, el padre, el hermano, la tía, la madre, el hijo y la amada confluyen en el texto. El hablante actúa como intermediario,  médium a través de cuya voz  hablan los otros: “Y si hablo solo, son ellos quienes hablan” (1997: 51). El discurso poético  le permite recuperar la huella de los suyos. Depositario de una herencia ancestral, convierte  ese horizonte de sentidos que es el poema, en “el muro tenso/ donde está fija su hilera de retratos, y campo donde están enterrados.” (52) lo que confiere a  su  palabra  el poder de expresar y simbolizar la vida que renace en cada verso.
La casa, las ciudades visitadas o habitadas, los bosques y los campos, espacios compartidos y amados, son evocados en el poema. “En talco blanco se pulveriza el tiempo” dirá Montejo (2000: 9)  y en este verso invoca un lejano recuerdo de la infancia, la presencia del color blanco en el taller de la panadería de su padre, ese  ámbito mítico, como él mismo lo califica, que se convierte en motor de la escritura. Montejo ha repetido en diversas oportunidades: “Del taller blanco me traje el sentido de devoción a la existencia que tantas veces comprobé en esos maestros de la nocturnidad... Al taller blanco debo éstas y muchas otras enseñanzas de que me valgo cuando encaro la escritura de un texto” (Montejo, 1996: 132). El recuerdo de la harina en la panadería del padre, así como  la nieve añorada y siempre ausente se convierten en  elementos  privilegiados dentro del poema, metáforas de  la página en blanco, espejos donde se mira la memoria, de ahí que   el hablante en el poema “La nieve” se pregunte:
¿Era nieve en verdad, talco o harina­
-la vieja harina de mi casa-,
cayendo sin caer sobre las cosas
con un susurro opaco?
(2002: 38) 

En la poesía montejiana se puede apreciar una sistemática reflexión sobre el  tiempo. El autor se refiere a ese discurso suyo que transgrede el orden temporal y lo  transfigura en estos términos: “cierto “cubismo” del tiempo, donde todas las horas, las de ayer, las de mañana y las de hoy, conviven en nuestra imaginación simultáneamente” (en línea). En los poemas, el hablante  transita por diversos  tiempos, va tras las huellas del pasado desde un futuro que se antoja anterior, y se pasea  por  siglos distantes actualizándolos:
         La casa donde mi padre va a nacer
no está concluida,
le falta una pared que no han hecho mis manos.

Sus pasos que ahora me buscan por la tierra
Vienen hacia esta calle.
No logro oírlos, todavía no me alcanzan.

Detrás de aquella puerta se oyen ecos
y voces que a leguas reconozco,
pero son dichas por los retratos.

 El rostro que  no se ve en  ningún espejo
porque tarda en nacer o ya no existe,
puede ser de cualquiera de nosotros,
a todos se parece.

En esa tumba no están mis huesos
sino los del bisnieto Zacarías,
que usaba bastón y seudónimo.
Mis restos ya se perdieron.

Este poema fue escrito en otro siglo,
Por mí, por otro, no recuerdo,
Alguna noche junto a un cabo de vela.
El tiempo dio cuenta de la llama
Y entre mis manos quedó a oscuras sin haberlo leído.
Cuando vuelva a alumbrar ya estaré ausente.
(2000: 47-48)
 
Ante la amenaza de la finitud, el tiempo se expande y se pliega al dictamen del poeta, y es  así que en un instante conviven  pasado, presente y futuro. En Montejo, el manejo del tiempo mítico, que es siempre el mismo aunque fluya permanentemente, remite a lo que Octavio Paz denomina el “extraño triunfo del principio de identidad” (1974:26) ya que en el momento perfecto de las confluencias desaparecen las contradicciones. El hablante  de los textos  montejianos busca acceder al absoluto desde el mundo de lo relativo, su palabra pareciera dialogar con la primera antinomia kanteana que se pregunta si el mundo es finito en espacio y tiempo:
Cuántas veces, en tantos otros siglos,                                                            
contemplaron mis ojos esta escena:                                                                        
una charla sin horas en la tierra,                                                                                      
la penumbra casual de paz doméstica                                                                       
y  en el fondo de todo lo visible                                                                                     
el eterno retorno que estremece,
el viejo vértigo que se refugia en mito
cada vez que el misterio nos acecha
en cualquier cero con sus tantos números.
(1999: 31)

Interpretar el cosmos para luego nominarlo a partir de correspondencias es una aspiración poética que se inicia con los simbolistas franceses y se proyecta a lo largo de toda la modernidad literaria. La analogía, esa  alteridad que según Octavio Paz  se sueña unidad y hace del poema un doble del universo (1974), constituye uno de los procedimientos  cardinales en la poesía montejiana. Por la palabra el hombre trasciende a la muerte, su experiencia de vida se eterniza en el poema y su testimonio se convierte en revelación. Desde el poema, el hablante, en su condición de  escucha y receptor de todas las voces del cosmos, anhela hacerlas comprensibles a los otros:  
 Oigo los sones de sus roncas guitarras
cuando cruzan el polvo y recogen mi sangre
a través de un amargo perfume de jobos.
Bajo mi carne se ven unos a otros
tan nítidos que puedo contemplarlos.
Y si hablo  solo, son ellos quienes hablan
en las gavillas de sus cañaverales.
(Montejo, 1997: 51)

      En la poesía de Montejo, como entre los griegos, las nociones de mímesis y Alétheia se manifiestan como modos complementarios de una adecuación del logos microcósmico humano con el logos macrocósmico universal (Landa, 2008:82); de ahí el afán del poeta por establecer equivalencias entre el accionar del hombre y el de la naturaleza, y su recurrencia a las imágenes cosmogónicas.
Los poemas de amor
Ese daimon creador  que es el amor se encuentra presente en la poesía de Montejo, en particular en los textos reunidos en su libro Papiros amorosos (2002). El deseo,  los rituales de la seducción y  la ceremonia de los encuentros son transfigurados por la imaginación del poeta en lenguaje y ritmo, en metáfora y analogía. Los amantes aspiran a la felicidad y a la inmortalidad a través del acto erótico, por tanto el rito amoroso se convierte en un desafío; deseante y deseada fluctúan entre el anhelo de posesión y la necesidad del desprendimiento; a la vez que aspiran a la trascendencia a través de la  completitud de los dos cuerpos en el espacio íntimo del encuentro y en el texto poético.
En estos poemas, la mujer amada es invocada a partir de la rememoración de lo vivido. Esa desconocida que el amante reconoce como su centro, su origen y fundamento, se vuelve  cuerpo-tiempo, nómada y furtivo; cuerpo en el que habitan otros cuerpos,  que alberga música, palabras, barcos, pájaros, dioses, gallos. El goce vivido, perdido y anhelado, renace en el poema y la palabra une a los amantes en un tiempo más allá de los tiempos:
Te desnudan, te visten las palabras,
con ellas vas al fondo de ti misma
cada vez que amorosa te enmudeces
y te vuelves jadeos, sollozos, lágrimas.
(Montejo, 2002:50)

Lo sensitivo se hace significativo y el cuerpo enigma se ofrece para ser  descifrado por otro cuerpo amado y amante. La inefable experiencia del encuentro erótico se convierte en una fuente de sugerencias semánticas y retóricas, origen de  sinestesias, alegorías y paradojas. En el poema, la invocación amorosa anhela alcanzar la perpetuidad del sentimiento a través de la cual el sujeto intenta superar la pulsión de la muerte:
Sigo la música que nace de tu cuerpo,                                                              
trémulos senos, cadencias de caderas,
cóncavos ecos para sones convexos,
cánticos sólidos —audibles por el tacto.
El jazz deseante de noches solitarias
donde la lluvia va afinando sus gotas.
Música táctil de la tersa epidermis,
de notas que se palpan en el viento
cuando miro ondular tu cabellera.
Sones de pétalos que suben desde el vientre
y en las axilas levemente se doblan.
Tenues orquídeas de perfume parásito  
dándole vueltas a un sol desconocido.
Sigo la música que nace del deseo
con sus murmullos tonales y atonales,
de este errante deseo  que acompaña a la tierra
sin saber para qué, ni por quién, ni hasta cuándo…       
(Montejo, 2002,28)                                                        

El amor,  paradoja de la existencia, en ocasiones se muestra con la apariencia engañosa del sueño,  otras veces como evidencia de la plenitud de la vida; siempre capaz de superar las limitaciones espacio-temporales y trascender la materialidad del ser. Rodeados de misterio, los amantes parecieran fluctuar de la luz a las sombras, de la abundancia a la carencia; estamos ante la presencia de la unión de los opuestos en una imagen totalizadora que condensa la aspiración más alta: vencer la separación. No obstante, la cercanía de los cuerpos no logra superar la barrera de la soledad existencial del ser y así “los enlazados cuerpos que zozobran/ bajo  una misma tormenta solitaria” (Montejo, 2002:17) naufragan uno en el otro:
El naufragio final contra la noche,
sin más allá del agua, sino el agua,
sin otro paraíso ni otro infierno
que el fugaz epitafio de la espuma
y la carne que muere en otra carne
(Montejo, 2002:17)

Amor y muerte condensados en el fallido intento de la quimérica fusión. En oportunidades, el hablante describe la imposibilidad del encuentro de los amantes, y el deseo insatisfecho se hace palabra, se transfigura en metáforas que establecen correspondencias  entre el sujeto deseante y la pareja deseada:
 No alcanzo el tiempo de tu cuerpo,
 nací lejos, en un país que es aire, nube, noche,
 aunque me oigas tan cerca.
Nací a destiempo de tu risa, de tus ojos,
en otro meridiano
Nuestras vidas se alcanzan, se confunden,
intercambian sollozos, besos, sueños,
pero andamos a leguas uno de otro,
tal vez en siglos diferentes,
en dos planetas errantes que se buscan
cansados de no verse.
(Montejo, 2002:22)  

  En otros textos se revela la complicidad del firmamento para la inevitable reunión de los enamorados. La tierra se hace eco del deseo y se confabula para que la distante pareja se reúna alcanzando, de esta manera, la satisfacción del impulso amoroso:
La tierra giró para acercarnos,
giró sobre sí misma y en nosotros,
hasta juntarnos por fin en este sueño,
como fue escrito en el Simposio.
La tierra giró musicalmente
llevándonos a bordo;
no cesó de girar un solo instante,
como si tanto amor, tanto milagro
sólo fuera un adagio hace mucho ya escrito
entre las partituras del Simposio.
(Montejo, 2004:83)

Para Eugenio Montejo, el amor es misterioso y subversivo, “tan subversivo que atenta contra el yo, la piedra angular de la personalidad social” (en línea). Al igual que la poesía, el amor permite trascender el tiempo y la muerte.  “Un solo amor puede salvarlo todo,/ lo que se fue, lo que ha partido y ya no vuelve,” (2002:62)  dice el autor, y  en sus versos el sentimiento amoroso se convierte en la vía para la comprensión del cosmos;  iluminación que se hace palabra para acariciar a la amada:
¿Y qué llevaron mis manos a tu cuerpo,
sino luz táctil, la luz con que trabajo?
Rectos halos de lámpara, destellos
que mis persianas recogieron
en los dorados pozos de la tarde.
Juntas alzaron la luz de mi deseo,
acarreando despacio sus copos
sobre tus senos, tus hombros y tatuajes.

Con esa luz palpé tu rostro,
Tejí sobre tu pecho una corola
De amor y de palabras.
Con esa luz besé tu vientre, tus cabellos,
Entré en tu noche que amo,
Vi las lentas estrellas en el fondo,
Las que pueblan tu carne.

Y asido a su fulgor, una por una,
conté mis horas hasta el alba,
cuando ya picoteaban a la puerta
los gallos y sus cantos.
(2002:41)

            El hablante recorre el cuerpo deseado con su “luz táctil”, símbolo de conocimiento,  epifanía y fecundación. La amada se convierte en espacio semiótico, texto piel; interpretarlo es acceder al infinito, alcanzar la totalidad. En su obra, la recurrente  imagen de la lámpara encendida en la noche remite a ese doble aspecto de luz y sombra que acompaña a Eros, pero también nos habla de la presencia divina que propicia la inspiración y la sabiduría en el poeta.  
Con Montejo, la poesía se manifiesta errante, atemporal, una suerte de acto de magia que  penetra y disipa las tinieblas, alumbra en la oscuridad y nos hace despertar,  para luego regalarnos la plenitud de la vida.  Creación impulsada por la necesidad de descifrar los misterios de la realidad y recuperar la esencia del ser en el deslumbramiento del amor.   Palabra que convoca el poder creador de la naturaleza,  encarna la capacidad semántica del universo, unifica la multiplicidad de lo diverso y recupera el sentido en la abolición del tiempo lineal.

Referencias Hemero-bibliográficas:

GUTIÉRREZ, María Alejandra. “El diálogo con el enigma de Eugenio Montejo”.        
     En Literaturas.com,  revista literaria independiente de los nuevos tiempos.
     Revista electrónica: http://www.literaturas.com/EMontejoLC.htm

HEIDEGGER, Martin. 1992. Arte y poesía.  Buenos Aires: Fondo   de   Cultura      Económica
                                     . 1994. Höelderlin o la esencia de la poesía. Bogotá:        Anthropos.
LANDA, Josu. 2008. “Para pensar la crítica de poesía en América Latina”, en Tanteos.            
     Afinita: México.
MONTEJO, Eugenio. 2000. Adiós al siglo XX. Bogotá: Brevedad.
_________________. 1977.  Azul de la tierra.  Bogotá: Norma
_________________. 1996. El Taller Blanco. México: Universidad Autónoma 
     Metropolitana, Unidad Azcapotzalco. 
_________________. 2002. Papiros amorosos. Valencia: Pre-Textos.
_________________. 1999. Partitura de la cigarra. Valera: Pre-Textos.
_________________. 2004. Poemas selectos. Caracas: Bid & co. Editor.
PAZ, Octavio. 1974. Los hijos del limo. Barcelona: Seix Barral

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