Carmen Virginia Carrillo
Ya yo fui
Eugenio Montejo,
el falso mago de bosques invisibles
que convertía en vocales verdes
la densa luz de mis árboles amigos.
que convertía en vocales verdes
la densa luz de mis árboles amigos.
Hay algo en los grandes poetas que, como una lira de Midas, puede transfigurar hasta
la frase más banal o la imagen más insignificante en poema, y es que para
Montejo la poesía no es simplemente un ejercicio literario, es un acto de fe.
La
palabra constituye el asidero del ser de
las cosas, por tanto la labor del escritor no sólo es poética, sino
también metafísica. En una entrevista
que le hice hace unos años, Montejo señaló que la función de la poesía “es
hacer que los dioses existan un poco más”. Si los dioses han estado allí desde
siempre, si son los guardianes de
aquello que en el hombre es genialmente divino, y se perpetúan en las voces que nos circundan, la voz de
Eugenio Montejo traduce la palabra de
los dioses que se esconde en la naturaleza y nos permite escucharla.
Para Heidegger, la poesía hace estallar lo abierto y
nos lleva al alumbramiento y a la armonía; a través del arte se nos revela lo
otro, de ahí que considere a la obra artística como una alegoría cuya función
es instaurar la verdad, fundar mundos a través de la palabra (1992). Estima el filósofo alemán que “el hombre es el que
es, precisamente al dar y por dar testimonio de su propia realidad de verdad (Dasein). Y ese testimonio no resulta
apéndice o glosa marginal al ser del hombre, sino que constituye su íntegra y
propia realidad de Hombre” (Heidegger, 1989:22-23) En la poesía de Montejo
encontramos memorias y valores fundamentales; su palabra constituye un intento
de entender la esencia de los seres y de plasmar las emociones más profundas
del hombre; de esta manera, el poeta da cuenta de su existencia y construye una
realidad textual, síntesis del mundo, en la cual las nociones de tiempo,
espacio y cuerpo atienden a una
concepción multiforme y plural que, paradojalmente, se proyecta hacia la unidad
y la integración.
La
vida y la muerte configuran el itinerario inmemorial que se da cita en los
versos del poeta a través de la evocación. Es el eterno retorno a las raíces y
a la historia familiar; los seres queridos -algunos ya desaparecidos- se hacen presentes al
conjuro de la palabra y así, el padre, el hermano, la tía, la madre, el hijo y
la amada confluyen en el texto. El hablante actúa como intermediario, médium a través de cuya voz hablan los otros: “Y si hablo solo, son ellos
quienes hablan” (1997: 51). El discurso poético le permite recuperar la huella de los suyos. Depositario
de una herencia ancestral, convierte ese
horizonte de sentidos que es el poema, en “el muro tenso/ donde está fija su
hilera de retratos, y campo donde están enterrados.” (52) lo que confiere a su
palabra el poder de expresar y
simbolizar la vida que renace en cada verso.
La
casa, las ciudades visitadas o habitadas, los bosques y los campos, espacios
compartidos y amados, son evocados en el poema. “En talco blanco se pulveriza
el tiempo” dirá Montejo (2000: 9) y en
este verso invoca un lejano recuerdo de la infancia, la presencia del color
blanco en el taller de la panadería de su padre, ese ámbito mítico, como él mismo lo califica, que
se convierte en motor de la escritura. Montejo ha repetido en diversas
oportunidades: “Del taller blanco me traje el sentido de devoción a la existencia
que tantas veces comprobé en esos maestros de la nocturnidad... Al taller
blanco debo éstas y muchas otras enseñanzas de que me valgo cuando encaro la
escritura de un texto” (Montejo, 1996: 132). El recuerdo de la harina en la
panadería del padre, así como la nieve añorada
y siempre ausente se convierten en
elementos privilegiados dentro
del poema, metáforas de la página en
blanco, espejos donde se mira la memoria, de ahí que el
hablante en el poema “La nieve” se pregunte:
¿Era
nieve en verdad, talco o harina
-la
vieja harina de mi casa-,
cayendo
sin caer sobre las cosas
con
un susurro opaco?
(2002:
38)
En
la poesía montejiana se puede apreciar una sistemática reflexión sobre el tiempo. El autor se refiere a ese discurso suyo
que transgrede el orden temporal y lo
transfigura en estos términos: “cierto “cubismo” del tiempo, donde todas
las horas, las de ayer, las de mañana y las de hoy, conviven en nuestra
imaginación simultáneamente” (en línea). En los poemas, el hablante transita por diversos tiempos, va tras las huellas del pasado desde
un futuro que se antoja anterior, y se pasea
por siglos distantes actualizándolos:
La casa donde mi padre va a nacer
no está
concluida,
le falta una
pared que no han hecho mis manos.
Sus pasos que
ahora me buscan por la tierra
Vienen hacia
esta calle.
No logro oírlos,
todavía no me alcanzan.
Detrás de
aquella puerta se oyen ecos
y voces que a
leguas reconozco,
pero son dichas
por los retratos.
El rostro que
no se ve en ningún espejo
porque tarda en
nacer o ya no existe,
puede ser de
cualquiera de nosotros,
a todos se
parece.
En esa tumba no
están mis huesos
sino los del
bisnieto Zacarías,
que usaba bastón
y seudónimo.
Mis restos ya se
perdieron.
Este poema fue
escrito en otro siglo,
Por mí, por
otro, no recuerdo,
Alguna noche
junto a un cabo de vela.
El tiempo dio
cuenta de la llama
Y entre mis
manos quedó a oscuras sin haberlo leído.
Cuando vuelva a
alumbrar ya estaré ausente.
(2000: 47-48)
Ante
la amenaza de la finitud, el tiempo se expande y se pliega al dictamen del
poeta, y es así que en un instante
conviven pasado, presente y futuro. En
Montejo, el manejo del tiempo mítico, que es siempre el mismo aunque fluya
permanentemente, remite a lo que Octavio Paz denomina el “extraño triunfo del
principio de identidad” (1974:26) ya que en el momento perfecto de las
confluencias desaparecen las contradicciones. El hablante de los textos
montejianos busca acceder al absoluto desde el mundo de lo relativo, su
palabra pareciera dialogar con la primera antinomia kanteana que se pregunta si
el mundo es finito en espacio y tiempo:
Cuántas veces,
en tantos otros siglos,
contemplaron mis
ojos esta escena:
una charla sin
horas en la tierra,
la penumbra
casual de paz doméstica
y en el fondo de todo lo visible
el eterno
retorno que estremece,
el viejo vértigo
que se refugia en mito
cada vez que el
misterio nos acecha
en cualquier
cero con sus tantos números.
(1999: 31)
Interpretar
el cosmos para luego nominarlo a partir de correspondencias es una aspiración
poética que se inicia con los simbolistas franceses y se proyecta a lo largo de
toda la modernidad literaria. La analogía, esa
alteridad que según Octavio Paz se sueña unidad y hace del poema un doble del
universo (1974), constituye uno de los procedimientos cardinales en la poesía montejiana. Por la
palabra el hombre trasciende a la muerte, su experiencia de vida se eterniza en
el poema y su testimonio se convierte en revelación. Desde el poema, el
hablante, en su condición de escucha y receptor
de todas las voces del cosmos, anhela hacerlas comprensibles a los otros:
Oigo los sones de sus roncas guitarras
cuando cruzan el
polvo y recogen mi sangre
a través de un
amargo perfume de jobos.
Bajo mi carne se
ven unos a otros
tan nítidos que
puedo contemplarlos.
Y si hablo solo, son ellos quienes hablan
en las gavillas
de sus cañaverales.
(Montejo, 1997:
51)
En la poesía de Montejo, como entre los
griegos, las nociones de mímesis y Alétheia
se manifiestan como modos complementarios de una adecuación del logos
microcósmico humano con el logos macrocósmico universal (Landa, 2008:82); de
ahí el afán del poeta por establecer equivalencias entre el accionar del hombre
y el de la naturaleza, y su recurrencia a las imágenes cosmogónicas.
Los poemas de amor
Ese
daimon creador que es el amor se encuentra presente en la
poesía de Montejo, en particular en los textos reunidos en su libro Papiros amorosos (2002). El deseo, los rituales de la seducción y la ceremonia de los encuentros son
transfigurados por la imaginación del poeta en lenguaje y ritmo, en metáfora y
analogía. Los amantes aspiran a la felicidad y a la inmortalidad a través del
acto erótico, por tanto el rito amoroso se convierte en un desafío; deseante y
deseada fluctúan entre el anhelo de posesión y la necesidad del desprendimiento;
a la vez que aspiran a la trascendencia a través de la completitud de los dos cuerpos en el espacio
íntimo del encuentro y en el texto poético.
En
estos poemas, la mujer amada es invocada a partir de la rememoración de lo
vivido. Esa desconocida que el amante reconoce como su centro, su origen y
fundamento, se vuelve cuerpo-tiempo,
nómada y furtivo; cuerpo en el que habitan otros cuerpos, que alberga música, palabras, barcos,
pájaros, dioses, gallos. El goce vivido, perdido y anhelado, renace en el poema
y la palabra une a los amantes en un tiempo más allá de los tiempos:
Te
desnudan, te visten las palabras,
con
ellas vas al fondo de ti misma
cada
vez que amorosa te enmudeces
y
te vuelves jadeos, sollozos, lágrimas.
(Montejo,
2002:50)
Lo
sensitivo se hace significativo y el cuerpo enigma se ofrece para ser descifrado por otro cuerpo amado y amante. La
inefable experiencia del encuentro erótico se convierte en una fuente de sugerencias
semánticas y retóricas, origen de sinestesias,
alegorías y paradojas. En el poema, la invocación amorosa anhela alcanzar la
perpetuidad del sentimiento a través de la cual el sujeto intenta superar la pulsión
de la muerte:
Sigo la música
que nace de tu cuerpo,
trémulos senos,
cadencias de caderas,
cóncavos ecos
para sones convexos,
cánticos sólidos
—audibles por el tacto.
El jazz deseante
de noches solitarias
donde la lluvia
va afinando sus gotas.
Música táctil de
la tersa epidermis,
de notas que se
palpan en el viento
cuando miro
ondular tu cabellera.
Sones de pétalos
que suben desde el vientre
y en las axilas
levemente se doblan.
Tenues orquídeas
de perfume parásito
dándole vueltas
a un sol desconocido.
Sigo la música
que nace del deseo
con sus
murmullos tonales y atonales,
de este errante
deseo que acompaña a la tierra
sin saber para
qué, ni por quién, ni hasta cuándo…
(Montejo,
2002,28)
El
amor, paradoja de la existencia, en
ocasiones se muestra con la apariencia engañosa del sueño, otras veces como evidencia de la plenitud de
la vida; siempre capaz de superar las limitaciones espacio-temporales y
trascender la materialidad del ser. Rodeados de misterio, los amantes parecieran
fluctuar de la luz a las sombras, de la abundancia a la carencia; estamos ante
la presencia de la unión de los opuestos en una imagen totalizadora que condensa
la aspiración más alta: vencer la separación. No obstante, la cercanía de los
cuerpos no logra superar la barrera de la soledad existencial del ser y así
“los enlazados cuerpos que zozobran/ bajo
una misma tormenta solitaria” (Montejo, 2002:17) naufragan uno en el
otro:
El
naufragio final contra la noche,
sin
más allá del agua, sino el agua,
sin
otro paraíso ni otro infierno
que
el fugaz epitafio de la espuma
y
la carne que muere en otra carne
(Montejo,
2002:17)
Amor
y muerte condensados en el fallido intento de la quimérica fusión. En
oportunidades, el hablante describe la imposibilidad del encuentro de los
amantes, y el deseo insatisfecho se hace palabra, se transfigura en metáforas
que establecen correspondencias entre el
sujeto deseante y la pareja deseada:
No alcanzo el tiempo de tu cuerpo,
nací lejos, en un país que es aire, nube,
noche,
aunque me oigas tan cerca.
Nací
a destiempo de tu risa, de tus ojos,
en
otro meridiano
…
Nuestras
vidas se alcanzan, se confunden,
intercambian
sollozos, besos, sueños,
pero
andamos a leguas uno de otro,
tal
vez en siglos diferentes,
en
dos planetas errantes que se buscan
cansados
de no verse.
(Montejo,
2002:22)
En otros textos se revela la complicidad del firmamento
para la inevitable reunión de los enamorados. La tierra se hace eco del deseo y
se confabula para que la distante pareja se reúna alcanzando, de esta manera,
la satisfacción del impulso amoroso:
La
tierra giró para acercarnos,
giró
sobre sí misma y en nosotros,
hasta
juntarnos por fin en este sueño,
como
fue escrito en el Simposio.
…
La
tierra giró musicalmente
llevándonos
a bordo;
no
cesó de girar un solo instante,
como
si tanto amor, tanto milagro
sólo
fuera un adagio hace mucho ya escrito
entre
las partituras del Simposio.
(Montejo,
2004:83)
Para
Eugenio Montejo, el amor es misterioso y subversivo, “tan subversivo que atenta
contra el yo, la piedra angular de la personalidad social” (en línea). Al igual
que la poesía, el amor permite trascender el tiempo y la muerte. “Un solo amor puede salvarlo todo,/ lo que se
fue, lo que ha partido y ya no vuelve,” (2002:62) dice el autor, y en sus versos el sentimiento amoroso se
convierte en la vía para la comprensión del cosmos; iluminación que se hace palabra para acariciar
a la amada:
¿Y
qué llevaron mis manos a tu cuerpo,
sino
luz táctil, la luz con que trabajo?
Rectos
halos de lámpara, destellos
que
mis persianas recogieron
en
los dorados pozos de la tarde.
Juntas
alzaron la luz de mi deseo,
acarreando
despacio sus copos
sobre
tus senos, tus hombros y tatuajes.
Con
esa luz palpé tu rostro,
Tejí
sobre tu pecho una corola
De
amor y de palabras.
Con
esa luz besé tu vientre, tus cabellos,
Entré
en tu noche que amo,
Vi
las lentas estrellas en el fondo,
Las
que pueblan tu carne.
Y
asido a su fulgor, una por una,
conté
mis horas hasta el alba,
cuando
ya picoteaban a la puerta
los
gallos y sus cantos.
(2002:41)
El hablante recorre el cuerpo
deseado con su “luz táctil”, símbolo de conocimiento, epifanía y fecundación. La amada se convierte
en espacio semiótico, texto piel; interpretarlo es acceder al infinito,
alcanzar la totalidad. En su obra, la recurrente imagen de la lámpara encendida en la noche remite
a ese doble aspecto de luz y sombra que acompaña a Eros, pero también nos habla
de la presencia divina que propicia la inspiración y la sabiduría en el poeta.
Con
Montejo, la poesía se manifiesta errante, atemporal, una suerte de acto de magia
que penetra y disipa las tinieblas,
alumbra en la oscuridad y nos hace despertar, para luego regalarnos la plenitud de la
vida. Creación impulsada por la
necesidad de descifrar los misterios de la realidad y recuperar la esencia del
ser en el deslumbramiento del amor. Palabra que convoca el poder creador de la naturaleza,
encarna la capacidad semántica del universo,
unifica la multiplicidad de lo diverso y recupera el sentido en la abolición
del tiempo lineal.
Referencias Hemero-bibliográficas:
GUTIÉRREZ, María Alejandra. “El
diálogo con el enigma de Eugenio Montejo”.
En Literaturas.com, revista literaria independiente de los nuevos
tiempos.
Revista electrónica: http://www.literaturas.com/EMontejoLC.htm
HEIDEGGER, Martin. 1992. Arte y poesía. Buenos
Aires: Fondo de Cultura
Económica
. 1994. Höelderlin
o la esencia de la poesía. Bogotá: Anthropos.
LANDA, Josu. 2008. “Para pensar la crítica de poesía
en América Latina”, en Tanteos.
Afinita:
México.
MONTEJO, Eugenio. 2000. Adiós al siglo XX. Bogotá: Brevedad.
_________________. 1977. Azul de
la tierra. Bogotá: Norma
_________________. 1996. El Taller Blanco. México: Universidad
Autónoma
Metropolitana, Unidad Azcapotzalco.
_________________. 2002. Papiros amorosos. Valencia: Pre-Textos.
_________________. 1999. Partitura de la
cigarra. Valera: Pre-Textos.
_________________. 2004. Poemas selectos. Caracas: Bid & co.
Editor.
PAZ, Octavio. 1974. Los hijos del limo. Barcelona: Seix Barral
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