Carmen Virginia Carrillo
A la memoria de mi madre.
Ella amaba la vida, con sus ochenta y cuatro años quería
seguir disfrutando del sol de la mañana, del amor de los nietos, de los paseos
con las amigas. Pero su entusiasmo encontraba pequeños obstáculos: su cada día
más deteriorado cuerpo, esa fatiga que la ataba a la cama hasta las 10 de la
mañana, las sempiternas náuseas que le impedían disfrutar de sus comidas
favoritas. A veces, como una chiquilla caprichosa, se acercaba a
hurtadillas a la nevera para devorar un platillo de natillas. La verdad salía a
flote pocas horas después en vómitos estrepitosos que la deshidrataban. Cuando
la amonestaba sólo abría los ojos y me decía con una sonrisa: "no
todo puede ser rigor".
Ella, que fue siempre hermosa, tuvo muchos pretendientes y
a todos les dijo que no porque, como me decía cuando hablaba de su pasado,
estaba esperando a su príncipe azul. Entonces apareció papá. Estaba todo
vestido de verde, listo para atender un
parto en el quirófano del pequeño hospital de un perdido pueblo de Venezuela al
que ella llegó tras la guerra civil española, para trabajar de enfermera.
Siempre disfrutó de los piropos de los caballeros que celebraran su hermosura,
y me pedía que le aplicara mascarillas hidratantes para la piel y le depilara
los vellos del bigote, "porque no hay nada peor que una vieja
descuidada".
Ella que era la alegría hecha carne, la sonrisa más
contagiosa, la energía que movía a todos los que orbitaban a su alrededor; que
se había atrevido a cruzar sola el Atlántico en busca de una vida mejor y la
había encontrado, finalmente se entregó a la muerte unas semanas después
de la operación.
En realidad, le fue difícil decidirse a cruzar el puente,
pero no pudo resistir el llamado. Todo comenzó la noche antes de la cirugía. Yo
estaba con ella en la habitación, era tarde en la noche y se había quedado
dormida con el televisor encendido. Entró una doctora haciendo mucho ruido, sin
embargo no se despertó. La llamó por su nombre, pero no reaccionaba, le sacó
sangre de la arteria y ni siquiera se movió, la sacudió, pero no obtuvo
respuesta. Finalmente abrió los ojos; estaba como en otro mundo. Alarmada, la
residente llamó al cardiólogo, quien la examinó y consideró que era necesario
reconsiderar la intervención, frente al episodio ocurrido.
Finalmente se fueron todos de la habitación y ella se quedó
tranquila, nos dispusimos a descansar y pasada una media hora me preguntó:
“¿estás dormida?” Como le dije que no me
pidió que me acercara para explicarme por qué no había respondido a la doctora:
-Es que yo no estaba aquí, me había ido a donde está tu padre, él estaba muy molesto porque yo no terminaba de irme con él y me decía que si no me quedaba con él se iba a divorciar, pero yo le pedía que me esperara un poco, que me faltaban cosas por vivir, que quería viajar a España por última vez, casar a Fernando, graduar a Guadalupe, pero él estaba muy molesto y yo estaba convenciéndolo cuando la doctora me despertó.
-Es que yo no estaba aquí, me había ido a donde está tu padre, él estaba muy molesto porque yo no terminaba de irme con él y me decía que si no me quedaba con él se iba a divorciar, pero yo le pedía que me esperara un poco, que me faltaban cosas por vivir, que quería viajar a España por última vez, casar a Fernando, graduar a Guadalupe, pero él estaba muy molesto y yo estaba convenciéndolo cuando la doctora me despertó.
Al día siguiente le practicaron la cirugía. No te voy a
contar el infierno que vivió en terapia intensiva, porque se haría muy largo, sólo te puedo decir que, cuando finalmente volvimos a casa me confesó:
"si yo hubiera sabido a lo que me
esperaba, jamás me hubiera operado."
De nuevo en su cama, rodeada de sus amistades, luchaba por recuperarse
hasta que una noche volvió Pedro Emilio a reclamarle su ausencia y despertó
asustadísima. Me llamó a las cuatro de la mañana, tuvimos que llevarla a
emergencias. Allí, mientras esperábamos al especialista me dijo: “volví a soñar
con tu padre y me dijo que si no me voy con él se va a morir y yo no puedo
permitir eso.”
Una semana después lo complació. Nunca había visto a un
difunto con una cara de felicidad más grande que la tenía mi madre esa noche.
Ella, que amó a su príncipe azul con devoción, se fue tras él a pesar de las
ganas de viajar, de las ganas de mimarnos, de las ganas de vivir.