Carmen Virginia Carrillo
Esta entrevista fue publicada en la revista Conciencia Activa 21. Ética y Valores en un mundo
globalizado. Nº
15. Caracas. Enero 2007. Pp. 175-197.
Escritura
ALGUNA vez
escribiré con piedras,
midiendo cada una de mis frases
por su peso, volumen, movimiento.
Estoy cansado de palabras.
No más
lápiz: andamios, teodolitos,
la desnudez solar del sentimiento
tatuando en lo profundo de las rocas
su música secreta.
Dibujaré
con líneas de guijarros
mi nombre, la historia de mi casa
y la memoria de aquel río
que va pasando siempre y se demora
entre mis venas como sabio arquitecto.
Con piedra
viva escribiré mi canto
en arcos, puentes, dólmenes, columnas,
frente a la soledad del horizonte,
como un mapa que se abra ante los ojos
de los viajeros que no regresan nunca
Eugenio
Montejo
Conocí a Eugenio Montejo en la década de los noventa. Había estado trabajando su poesía y me pidieron que lo presentara en una lectura poética a la que habían sido invitados Montejo y Luis Alberto Angulo. El evento se realizó en el Ateneo de Trujillo, organizado por la directiva de esa institución cultural y algunos profesores de la Universidad de los Andes, núcleo Trujillo, Venezuela.
Tuve la oportunidad de conversar con el poeta sobre muchos temas, particularmente sobre la poesía y sobre su obra. De esa larga plática surgió la idea de formalizar una entrevista que llevamos a cabo poco tiempo después y ahora subo al blog.
Carmen Virginia Carrillo: Quisiera comenzar preguntando qué es la poesía para
Eugenio Montejo.
Eugenio Montejo: A ver, se trata de una pregunta que nos
vamos haciendo a lo largo de la vida y que, precisamente, la vamos respondiendo
de modo distinto con el transcurso de los años.
CVC: Entonces, sería mejor preguntar: En este
momento, ¿qué es para Montejo la poesía?
EM: Trataré de responderte valiéndome de
algo que escribí hace poco. Decía entonces que
concebía la poesía como una oración -pero, atención, suprimiendo toda la
connotación eclesiástica, correspondiente a la política de las iglesias-, una
oración como diálogo desnudo del yo
frente al enigma del mundo. Añadía en ese texto, que el destinatario de
esa oración es un Dios que sólo existe
mientras dura el acto de la oración, con lo cual venía a decir que el poeta trabaja para que los dioses existan un poco más. Con ello
retomaba también una idea insinuada en
un viejo poema mío (Labor), según la cual el trabajo del poeta consiste en crear la cantidad de Dios que
cada uno niega diariamente. Más tarde di con una observación de Juan Ramón
Jiménez que me pareció afín a ésta: según el maestro andaluz, no hay que preguntarse
tanto si Dios existe o no existe, si el mundo viene de Dios o no; lo
importante, recalcaba él, es tener conciencia de que el mundo va hacia Dios , y
para eso está la poesía. Tal observación
me pareció iluminante, porque corresponde
a la noción de divinidad que
generalmente prevalece en la poesía, al
llamado Dios de los poetas, algo, por cierto, muy presente en la obra de Juan
Ramón Jiménez al final de sus días.
CVC: Digamos
que, de alguna manera, es una concepción
que se emparenta con la visión heideggeriana de la poesía.
EM: Sí, tal vez.
CVC: Aunque pareciera que el sentido fuese
inverso. En vez del poeta ser el traductor de los dioses, un nexo con los dioses o un pequeño dios --como en Heidegger--, aquí el poeta
lleva esa necesidad de
trascendencia desde los hombres
hacia Dios, a través de la palabra poética.
EM: Si, el pensamiento de Heidegger es tan
significativo en ese sentido y ha influido tanto en la visión de la poesía
contemporánea. Mi afirmación, sin
embargo, era en el sentido de haber llegado después de los dioses, como ha sido visto después de Nietzsche. De acuerdo con ello, la labor del
poeta procuraría, aunque sólo fuese
momentáneamente, que esas formas divinas existan. Y ¿cómo existen? Pues mediante la creación artística, mediante la duración del encuentro de un hombre con un
poema, una pieza musical, una obra de arte.
Me referí así mismo en esa oportunidad a que asistimos en este fin de milenio a una
curiosa radicalización: es como si mucha
gente se estuviese tomando en nuestros días muy seriamente, como única religión
verdadera, la religión del dinero. Y no es que lo crematístico no haya
importado en otras épocas, sino que en nuestro tiempo se asiste a una
radicalización, a cierto fundamentalismo del dinero. Frente a eso, ¿qué se
puede oponer? Lo único que podemos oponer a la religión del dinero es la
religión del arte, solamente el
arte como fundamento de algo más valedero y profundo. Y añadía entonces, por
vía de ejemplo, que no por dinero se han
creado ciertas obras, se han escrito ciertos poemas de Shakespeare o de W.B.
Yeats; no por dinero se esculpió la Pietá de Miguel Ángel; no por dinero
se escribió la Pasión según San Mateo de Bach...Existe, pues, algo más,
y ese algo más es lo único que podemos oponer a la radicalización del dinero, tan presente en nuestros días. Es
verdad que en las eras pasadas todo ello tuvo su presencia --lo hallamos documentado en la literatura,
en la historia de la cultura--, pero es como si ahora comprobáramos su grado máximo, su culmen,
después de lo cual sólo podría venir en
el futuro formas de vida más espiritualizadas, dicho sea para tratar de
verlo todo con alguna esperanza.
CVC: En ese
sentido podríamos decir que la poesía sería una esperanza para cambiar un poco ese mundo materialista, deshumanizado...
EM: Sí, la poesía siempre va ligada a la
vida, a la vida del hombre sobre la tierra, y la vida no se puede entender sino
en términos de esperanza, pues donde no hay esperanza no hay vida. El caso es
que la vida en todo tiempo es fundación
de esperanza, y la poesía, como lenguaje de la vida, siempre propone ese
llamado a lo esencial.
CVC: ¿Considera
Vd. que la palabra es un instrumento
confiable para representar el mundo, o constituye la gran ilusión del hombre?
EM: Bueno, esta pregunta remite a un asunto
bastante complicado. Tiene que ver con la validez del lenguaje como instrumento
de todo pensamiento. Aristóteles decía
que lo que diferencia al hombre del animal es el lenguaje y la risa. Tal
vez haya algo de ilusión en el hecho lingüístico, pero es el gran instrumento de que disponemos, el más
indispensable de los medios expresivos a nuestro alcance. Con todo lo ilusorio
que pueda resultar, se trataría de una
ilusión que va cambiando a través del tiempo, pero no por esto deja de sernos indispensable.
Sabemos que la palabra cuenta mucho en todas las circunstancias; constituye,
además, la característica antropológica por excelencia para diferenciarnos del
resto de las especies. De modo que si
tomamos en cuenta que donde está la palabra en su más alta expresión es en la
poesía, tenemos que convenir en que la poesía cumple una función suprema. Y es
que, como escribió Joseph Brodsky, “si lo que distingue al hombre del resto de
lo creado es su capacidad de hablar, la
poesía, que es la forma suprema de la elocuencia humana, constituye nuestro fin
antropológico genético”.
CVC: En su
poema “Los árboles” el hablante nos revela su
incapacidad para escuchar y descifrar las voces de la naturaleza; a
partir de esta declaración de impotencia
se nos muestra la conciencia
desgarrada del poeta, quien no
alcanzar el objeto de su deseo:” que las palabras les den justa cuenta a
la vida”. Esta dificultad de transcribir
lleva a la esterilidad creativa que
conduce a una forma de silencio, el fin del poema. ¿Qué significa para
Eugenio Montejo el silencio en relación a la palabra poética?
EM: El silencio es el fundamento de la
palabra, el vacío que rodea a la palabra, dentro del cual la palabra existe.
Pero en el caso que citas especialmente
se introduce una noción que me parece en cierto modo resaltante dentro
de lo que trato de hacer. Me refiero a la idea de simplemente anotar las
cosas y las situaciones. El no asumir la condición vanidosa de decir esto
es así, sino que se procura
ahondar para tratar de anotar
poéticamente cuanto se pueda. Tal idea se relaciona con la visión renacentista
de representarse el mundo como un vasto
y complicado alfabeto que el hombre tiende a
descifrar. Se procede como a tientas, sin certezas definitivas; siempre
resulta imposible nombrar todas las cosas, la palabra es imperfecta, como
sabemos, --para nombrar los colores
disponemos de unos ocho o diez
sustantivos, y la variedad de éstos es casi infinita—, de ahí la necesaria
modestia de asumir esa imperfección, esas limitaciones naturales del lenguaje,
aspirando solamente a anotar hasta donde
nos sea posible. En el poema a que te refieres se dice: “no sé cómo anotarlo”,
cómo anotar en poesía el grito de un tordo. Debo aclarar que no se trataba de un tordo realmente, ni los
árboles a que alude el poema eran los
árboles nuestros, pues el poema no fue escrito aquí en nuestro país. Me
encontraba de paso en Londres, en una pequeña casa frontera a un parque abierto
que debía atravesar todos los días al salir. No lejos de allí quedaba un parque
cercado donde, por las tardes, se
escuchaba el grito de una corneja. El grito de la corneja es ríspido y extraño,
al menos para mí que no estaba familiarizado con esta clase de pájaros grandes
y gritones. Además, me parecía poco natural, como de un exotismo buscado adrede,
el hecho de incluir una corneja en
un poema mío; tenía, pues, que cambiarlo
por algún pájaro nuestro de los más
familiares, y fue así como escogí a un pájaro al que le tengo particular
cariño --aunque quiero mucho a los
pájaros en general— escogí al
tordo. ¿Por qué al tordo? Porque este pequeño pájaro negro se queda en las
ciudades, disputándole al hombre su
territorio cotidiano; los otros pájaros de más llamativos colores se van, huyen
del hombre, como es notorio en Caracas, donde casi nunca se los ve pues se
refugian en el Ávila. El tordito no, el tordito le disputa al hombre las migas
del pan, vuela entre los taxis, anida en los árboles que encuentra y hasta suele arrancarle alguna hebra de cabello a
las mujeres cuando está fabricando su
nido...Quise, pues, nombrarlo en el poema, tratando de contagiar el afecto que
tengo por este pájaro, cuya compañía se
ha hecho tan común como la del gorrión
en las ciudades europeas. Claro está que todo este proceso que aquí menciono se
cumplió sin demasiado cálculo previo, casi por simple reflejo afectivo.
CVC: La noción
de viaje, recorrido y reconocimiento de ciudades y lugares diferentes está muy presente en su poesía.
EM: Sí, es verdad. Se mencionan los
desplazamientos, el recorrido por otros lugares o la impresión que éstos dejan
en el ánimo, pero siempre ocurre, al menos en mi caso, como si el paisaje
nuestro lo llevase plegado y guardado en la valija, como si el paisaje fuese
también parte de la sombra que nos acompaña por donde vamos.
CVC: A propósito de esta idea del “paisaje
que uno lleva en la valija”, parece que
hay un vínculo entre ese paisaje nativo y la herencia familiar, el legado de los ancestros está siempre
presente ¿Qué relación encuentra Ud. entre esa memoria que se recibe de los
ancestros y la creación poética?
EM: En mi caso es muy determinante. Se trata
indudablemente de referencias personales, de nociones intransferibles. Otros
pueden responder de acuerdo con su particular experiencia. En cuanto a mí, las
referencias ancestrales son importantes.
Yo pertenezco a una generación que es hija de la Venezuela agraria. Nací en
1938, no mucho después del famoso reventón del primer pozo petrolero. El petróleo va a
ser en verdad determinante a finales de
la primera mitad de siglo, de ahí en adelante se cumple la transformación del
pequeño país agrario en el país minero, con todos los cambios y deformaciones
que ello apareja. La memoria que
encuentro en casa, la de mi padre y demás familiares, y no sólo la de
ellos sino también la de la gente que nos rodea, es la de un país agrario que
está en despedida. El crepúsculo de ese país agrario acompaña a la gente de mi
generación. Comienza otro país, el de las migraciones a las ciudades, el de la
incipiente industrialización, el del crecimiento anómalo de las ciudades, con
todo lo que implica de variación y transformación. Ello se aprecia particularmente
en los atroces cambios que sufren
nuestras principales ciudades. Una ciudad como Valencia, donde viví mi
juventud, fue derrumbada, se devastó y se abandonó
su zona antigua, al tiempo que han crecido varias urbanizaciones construidas un poco sin ton
ni son. Alguna vez tendremos que detenernos a pensar de dónde procede el poco o
ningún apego que nuestros
comportamientos manifiestan. ¿De dónde viene la necesidad de destruirlo todo
para comenzar a cada vez? Pues bien, ese país agrario que conocimos
los hombre de mi edad puedo representármelo
simbólicamente en el canto del gallo. En mi poesía, aunque no se nombre,
siempre se escucha un gallo, me son inseparables sus cantos y los recuerdos de
mis primeros días. De niño --ya lo he
contado antes— me asombraba el canto
nocturno de los gallos. Pensaba que debía ser sumamente aburrido para las demás
aves dormir al lado de uno de estos animales que, de pronto, sorpresivamente,
se despierta, pega un inmenso grito secundado por varios aletazos, y luego vuelve a dormirse como si nada. Como todos los niños
de vivencias campestres me hacía la misma pregunta que se hicieron ya en su
tiempo los presocráticos: ¿por qué
cantan los gallos? Y esa pregunta me la hacía porque me acompañaba el canto del
animal, la hermosa presencia del animal.
Tiendo a ver el gallo, la presencia del gallo como una marca que separa la población antigua de la ciudad nueva, la
ciudad que nace donde termina el canto del gallo. Si de niño llegaba a preguntarme en ciertas madrugadas por qué cantan los gallos,
ahora ya adulto, rodeado de mil ruidos
distintos, el recuerdo del país antiguo
me invierte la pregunta ¿por qué no
cantan los gallos? ...
CVC: Eso sería
a nivel del espacio físico. Ahora, en cuanto a la formación, a la visión del
mundo, ¿cuál es el espacio de la herencia familiar en la obra de Eugenio
Montejo?
EM: Tiene mucho, ciertamente. Me he referido
a ello en un breve ensayo, El taller blanco, que es también una evocación de la panadería de mi padre, una
panadería con los procedimientos y
rituales propios de las épocas pasadas, muy distintas de las que hoy conocemos.
La presencia de mi padre es central allí, pero en la constelación familiar hay
otras figuras que marcaron hondamente mi vida. Y más que figuras, debería
hablar de una cultura mestiza, que
incorpora rasgos y comportamientos donde la
vida se percibe en un continuum que se refleja en una memoria
circular, en vez de la lineal que nos
legaron los europeos. De acuerdo con
esta memoria circular, el tiempo
pasado no se va nunca del todo, sino que vuelve a cada instante, en lo que hacemos
y en la presencia de quienes
encarnaron ante nuestros
ojos ese tiempo. En cuanto al taller
blanco, a la cuadra de panadería que presidía mi padre, nada más atractivo para
un muchacho que asomarse al ritual de esos hombres que desde la hora de la
pega, es decir, desde el comienzo de la faena, lo que siempre ocurría al
principio de la noche, se entregaban a la responsabilidad del oficio. El pan era como un extraño
jeroglífico cuyo significado sólo mucho más tarde, cuando escribí el ensayo de que hablo, pude desentrañar.
Sólo entonces descubrí que en mi acercamiento a la poesía me valía de formas y
comportamientos allí aprendidos.
CVC: Podría
decirnos cómo es su proceso creador, ¿cuándo escribe? ¿Qué es necesario para
que surja un poema? Una vez escrito, ¿quién lo lee?
EM: Bueno, son varias preguntas. Voy a ir
por partes.
Lo primero es que suelo escribir de noche,
pues me acostumbré a escribir de noche,
tal vez por efecto de la canícula. De muchacho solía quedarme hasta la
madrugada, leyendo o trabajando. Ahora ya no me quedo hasta muy tarde, trato de
contrariar el ritmo nocturno y disponerme a trabajar en las mañanas. Es
curioso, cuando he vivido fuera, por ejemplo en Europa, el hábito del trabajo
nocturno me ha obligado a esperar la noche,
aun tratándose de los días
de invierno, lo que resulta un poco
absurdo. Con la edad, sin embargo, ya no
suelo abusar del trasnocho, y
trato de mudar mis hábitos. Eso
en cuanto al ritmo.
Por lo demás, siempre anoto en una carpeta de apuntes las
imágenes o sugestiones que se me ocurren. En esas frases hay siempre un núcleo central que nos llama,
como el temblor del hilo llama al
pescador; algo no muy preciso, que
conviene desarrollar y guardar para
revisarlo más tarde en perspectiva. Es el llamado protopoema, la nuez de algo
que no sabemos cómo resulte en definitiva. La experiencia aconseja desconfiar del entusiasmo de ese primer borrador, pues muchas veces somos
presa del capricho, de nuestro capricho por una palabra, por un tono o por una
expresión. Lo conveniente es guardarlo y verlo más tarde, cuando ya es posible leerlo casi como si fuera un
escrito ajeno. Es entonces cuando podemos sorprendernos, pues a veces ciertos
versos que nos entusiasmaron no sólo
ya no nos satisfacen, sino que no
atinamos a saber por qué antes los
apreciamos. También ocurre lo contrario: versos a los que no les dimos mayor
importancia, al releerlos nos llaman de nuevo. ¿Cómo nace? Yo diría que como una especie de niebla donde
entrevemos cierta imagen que no es exactamente verbal. Puede llegar también con
cierto ritmo, pero lo esencial es una imagen, a partir de la cual uno trata de
asir algo, y ese algo busca su palabra. Diría además que existen momentos de
mayor felicidad creadora, algo que seguramente corroboran quienes están familiarizados con la escritura. Momentos en
que, para decirlo con la viejas nociones
románticas, la inspiración, o algo parecido a la inspiración, se manifiesta.
O bien, si preferimos las nociones de
nuestros días, diríamos que se trata de instantes en que el lenguaje nos habla,
en que más que los dueños, somos los
siervos del lenguaje. Pasternak define
bien esos momentos cuando dice que en ellos las respuestas nacen antes que las
preguntas. Por su parte, W.B.Yeats, dice en un poema: “Sentí que en ese
instante podía bendecir”.
CVC: ¿Podríamos
decir que ciertos poemas son una especie de bendición, que realmente
se ha logrado alcanzar una expresión máxima de una idea, de una imagen?
EM: Preferiría hablar más bien de hallazgo.
Y aclarar que he mencionado a W.B.
Yeats y a Pasternak sólo por vía de ejemplo, guardando la distancia
con esos excepcionales poetas. Recordemos que Lukács afirmaba que una de las fallas de El
doctor Zhivago, algo que impedía que como novela fuese creíble, era
precisamente la última parte, el conjunto de poemas que, al decir de Lukács,
eran demasiado logrados para atribuírselos al personaje. Ahora, volviendo a
nuestro comentario, a la expresión máxima de una idea, no sé si convenga
emplear el superlativo, porque es propio del arte un atributo perfectible, un
deseo inagotable de llegar a más. Una conocida observación de Paul Valéry, a propósito de este deseo de
perfectibilidad interminable, subraya
que “no existen en verdad poemas acabados sino abandonados”, dejando entrever
que nunca se extingue del todo la tentación de retomar el trabajo del poema,
cualquiera sea su estado final, que
siempre hay la tendencia a
perseguir su mejoramiento.
CVC: ¿Cuáles
serían las lecturas que más han influido
en su carrera literaria?
EM: Cuando visito los talleres literarios y me
hacen esta pregunta, aprovecho la oportunidad para llamar la atención de los
jóvenes acerca de la antigüedad de
nuestra lengua, de la necesidad de conocer lo mejor que podamos la tradición de
sus mil años de existencia para beber en ella y afirmar nuestras propias
raíces. Fue nada menos que Colón quien la trajo a nuestra tierra en el tercero
de sus viajes. Llegó hace quinientos años, cuando ella misma contaba entonces
quinientos años, y aquí recibió a lo largo del tiempo las aportaciones de las lenguas indígenas, de
las otras venidas de África, hasta
llegar a ser la que hoy hablamos. Tiene, pues, entre nosotros la misma
antigüedad que tenía para los misioneros en la época en que vivieron a
enseñarla; lingüística y emotivamente hablando, es hoy tan nuestra como
entonces era de ellos.
Colón es el
primer europeo que en esta lengua nombra a nuestra tierra. La llama, como
sabemos, “esta tierra de gracia”; es también el primer europeo que se lleva una
palabra indígena, la palabra que escucha a los nativos cuando trata de indagar
el nombre del suelo que pisa: Paria, y pocos días después, en una relación al
Rey escrita desde La Española, al darle cuenta de su encuentro cerca de la desembocadura del
Orinoco, menciona ese vocablo. Y no es una mención puramente ocasional, porque años más tarde, en
uno de los borradores de su testamento, escribe: “de Paria no me acuerdo sin
que llore”. Son palabras que, si respetásemos más nuestra memoria histórica,
tendríamos grabadas en alguna parte. Pues bien, Colón se refiere a una tierra de gracia, y a una tierra
así, paradisial, tal como él la vio, sólo puede corresponder una lengua de
gracia. En la búsqueda de esa lengua de gracia se halla nuestra poesía por lo menos desde los tiempos
de Bello hasta el presente. Todos los que encaran la escritura de un poema
entre nosotros se suman de algún modo a ese empeño denodado, a la búsqueda
de una lengua poética que, a partir de
nuestro castellano mestizo, reproduzca algunas sílabas de esa lengua de gracia,
que viene a ser como la lengua mítica de El Dorado.
Suelo hacer hincapié, sobre todo al hablar
a los jóvenes poetas, en que es indispensable el conocimiento de esos mil años
de tradición de nuestra lengua. Hay que
remontarse a las fuentes y comenzar despacio. A veces se incomodan cuando, en
vez de recomendarles lecturas recientes,
se les dice que lean el Romancero, que traten de indagar por qué el verso de ocho sílabas de que se vale el
romance ha resultado tan indispensable durante tantos siglos, que reparen en que es el mismo verso. De
nuestra copla popular y de todas las formas de canto popular de quienes se expresan en nuestro idioma.
En fin, volviendo a tu pregunta, diría
que mediante el conocimiento de esa
tradición milenaria uno va identificando sus afinidades, los tonos y
procedimientos que resultan más próximos
a su sensibilidad. En cuanto a mí, señalaría a Fray Luis de León, y a
Quevedo, quien por cierto es el que redescubre
la obra de Fray Luis y la prologa. En Hispanoamérica me inclino por la
prolongación de esa misma línea: por Vallejo, en cuanto acoge y transforma los ecos de Quevedo. Digamos al margen que
resulta curioso que dos escritores tan
importantes de nuestro continente, y tan diferentes entre sí, como Vallejo y
Borges, acusen el influjo de la obra de Quevedo: en el caso de César Vallejo,
es verdad que se advierte la influencia
de Darío en sus comienzos, pero también, y acaso de modo más determinante, la
de Quevedo, que luego le permite un desarrollo
personal, muy suyo. En cuanto a Borges, pasó muchos años --más de cinco, le oí decir a José Bianco--
en una relectura minuciosa de Quevedo, hizo además una antología de la obra del
maestro español. Mucho de la célebre concisión de la prosa de Borges no
procede, como se ha creído, de sus lecturas inglesas, sino de la latinizada concisión
quevediana. Pues bien, en mi caso, he procurado
partir de esta línea que me es más afín, siempre mediante la búsqueda de
una entonación hispanoamericana y, tanto como puedo, específicamente
venezolana. Una última cosa: diría que en
cuanto a la entonación poética
son muy importantes las contribuciones brasileñas. Me atrevo a suscribir lo que
acaso para algunos lectores españoles
pueda resultar una herejía: sin negar la valía de la famosa generación poética de
1927, recomendaría como de mayor proyección, de mayor adueñamiento verbal, a
la generación poética brasileña de 1922. Nombres como los de Murilo Mendes,
Drummond de Andrade, Manuel Bandeira, Mario de Andrade, Cecilia Meireles y Cassiano Ricardo, entre otros, son
de una solidez impresionante. Los suecos tuvieron que hacerse aún más suecos para, durante años, dejar de tomar
en cuenta a la hora de conceder su
Premio Nobel a estos grandes creadores. Que aún en nuestros días se desconozcan
entre nosotros las aportaciones
teóricas sobre poética del paulista Cassiano Ricardo, que no estén traducidos sus
libros, dice bastante de nuestra falta de curiosidad para situarnos, de la
incompetencia de nuestra brújula.
CVC: Su obra
comienza a ser publicada en la década del sesenta. Los movimientos literarios de los años
sesenta tienen unas características muy
particulares, tienden hacia dos
polos, por un lado un lenguaje
marcadamente surrealista, y por otro un lenguaje que se acerca a lo comunicacional ¿Cómo dialoga su obra con esas tendencias? ¿Se considera
Usted un integrante de la generación?
EM: Debo considerarme así, como un
integrante, un poco a la zaga, de la llamada generación de 1958, el año que da
nombre a esta generación,
por ser el año de la recuperación democrática, cualquiera sea nuestra
apreciación sobre ese período. Luego de la caída de la dictadura de Pérez
Jiménez se vive un tiempo de exaltación,
de fe en la recomposición de muchos valores, como no se ha conocido otro después.
Todos los integrantes de esa generación son
o fueron mis amigos. Es verdad que me demoré en publicar un libro
hasta 1967 --salvo un cuadernillo publicado en 1959 que no reconozco,
pues se trata de otra cosa--, pero publico en revistas, en suplementos
literarios y participo en los encuentros y festivales de la época. Creo que el
tiempo de la guerrilla, que se inició
poco después de ese período de exaltación a que me he referido, me produjo un
hondo suspenso emocional, tanto mayor
cuanto me sentía cerca, si no ideológicamente, sí por lo menos afectivamente,
de los perseguidos, de los que creían
posible entre nosotros un triunfo como el cubano. Pero escribía, como dije, en
revistas: fundé en Valencia, donde vivía por entonces, la revista Separata,
que salía aneja al Boletín Universitario. Allí
dimos a conocer a Ángel Rama, a
principios de lo sesenta --casi tres
lustros antes de que viniera a residenciarse en Venezuela--, dimos a conocer al
grupo Poesía-Buenos Aires, con constantes colaboraciones de Raúl Gustavo
Aguirre, Rodolfo Alonso, Francisco Madariaga, etc. Otros colaboradores de
renombre fueron, por ejemplo, el
profesor José Gaos, el filósofo hispano-mexicano, así como un sabio arcángel catalán, maestro de todos
nosotros, que había llegado a Venezuela a principios de los cincuenta y residía, para nuestra felicidad, en Valencia:
el maestro José Solanes. En esa revista publiqué, en 1960, una recensión
del poemario El Reino, de Ramón Palomares,
un libro icónico de aquellos años, aparecido bajo el sello de Sardio. Por
cierto que Juan Sánchez Peláez, a la
sazón recién llegado de Francia, fue a vivir por un año a Valencia, donde se desempeñó como director del Departamento
de Publicaciones, en tanto que yo era su asistente. De esa época data el
concurso de poesía “José Rafael
Pocaterra”, de cuyo Jurado fue miembro el mismo Juan, y que tuvo mucha
repercusión en aquellos años por los
libros en definitiva seleccionados, obras de Francisco Pérez Perdomo, que
resultó ganador, seguido por Rafael Cadenas, Luis Alberto Crespo y Jesús Sanoja Hernández.
De un modo general, como Usted dice,
predominaba una estética
marcada por el surrealismo, que luego recibiría el influjo del poema
llamado conversacional, o bien la poesía
de protesta, también la poesía beat norteamericana, etc. De casi todas estas intenciones me sentía
algo distante, pero nadie elige su tiempo, ni las preferencias de su
tiempo. Me interesaba mucho más la intimidad de la poesía italiana, presente en
las obras de Saba, Ungaretti, Montale y
los demás. Así mismo, la obra de Jules
Supervielle y las de algunos portugueses
y brasileños como los que ya he mencionado. Recuerdo el descubrimiento de Pessoa, a cuya obra me
llevó el lisboeta Rui de Carvalho, que por entonces estudiaba un posgrado de
Psiquiatría en Valencia. Gracias a ese descubrimiento, viajé varias veces a
Lisboa, mucho antes de residir como diplomático en la vieja capital lusitana. Finalmente, me interesé también desde
entonces por otros poetas menos canónicos, cuya lectura tuvo mucho significado para mí: la del checo
Vladimir Holan, la del rumano Lucian Blaga o la del sueco Gunnar Ekeloff. Fue el tiempo de nuestra juventud, un tiempo
exaltado y difícil, pero también un tiempo hermoso, porque la juventud, cuando es
verdadera, suele embellecer todo lo
que toca.