Carmen Virginia Carrillo
Ese daimon creador que es el amor se encuentra presente en la
poesía de Montejo, en particular en los textos reunidos en su libro Papiros amorosos (2002). El deseo, los rituales de la seducción y la ceremonia de los encuentros son
transfigurados por la imaginación del poeta en lenguaje y ritmo, en metáfora y
analogía. Los amantes aspiran a la felicidad y a la inmortalidad a través del
acto erótico, por tanto el rito amoroso se convierte en un desafío; deseante y
deseada fluctúan entre el anhelo de posesión y la necesidad del
desprendimiento; a la vez que aspiran a la trascendencia a través de la completitud de los dos cuerpos en el espacio
íntimo del encuentro y en el texto poético.
En estos poemas, la mujer amada es invocada a partir de
la rememoración de lo vivido. Esa desconocida que el amante reconoce como su
centro, su origen y fundamento, se vuelve
cuerpo-tiempo, nómada y furtivo; cuerpo en el que habitan otros
cuerpos, que alberga música, palabras,
barcos, pájaros, dioses, gallos. El goce vivido, perdido y anhelado, renace en
el poema y la palabra une a los amantes en un tiempo más allá de los tiempos:
Te desnudan, te visten las palabras,
con ellas vas al fondo de ti misma
cada vez que amorosa te enmudeces
y te vuelves jadeos, sollozos, lágrimas.
Lo sensitivo se hace significativo y el cuerpo enigma se
ofrece para ser descifrado por otro
cuerpo amado y amante. La inefable experiencia del encuentro erótico se
convierte en una fuente de sugerencias semánticas y retóricas, origen de sinestesias, alegorías y paradojas. En el
poema, la invocación amorosa anhela alcanzar la perpetuidad del sentimiento a
través de la cual el sujeto intenta superar la pulsión de la muerte:
Sigo la música
que nace de tu cuerpo, trémulos senos,
cadencias de caderas,
cóncavos ecos
para sones convexos,
cánticos sólidos
—audibles por el tacto.
El jazz deseante
de noches solitarias
donde la lluvia
va afinando sus gotas.
Música táctil de
la tersa epidermis,
de notas que se
palpan en el viento
cuando miro
ondular tu cabellera.
Sones de pétalos
que suben desde el vientre
y en las axilas
levemente se doblan.
Tenues orquídeas
de perfume parásito
dándole vueltas a
un sol desconocido.
Sigo la música
que nace del deseo
con sus murmullos
tonales y atonales,
de este errante
deseo que acompaña a la tierra
sin saber para
qué, ni por quién, ni hasta cuándo…
El amor, paradoja
de la existencia, en ocasiones se muestra con la apariencia engañosa del
sueño, otras veces como evidencia de la
plenitud de la vida; siempre capaz de superar las limitaciones
espacio-temporales y trascender la materialidad del ser. Rodeados de misterio,
los amantes parecieran fluctuar de la luz a las sombras, de la abundancia a la
carencia; estamos ante la presencia de la unión de los opuestos en una imagen
totalizadora que condensa la aspiración más alta: vencer la separación. No
obstante, la cercanía de los cuerpos no logra superar la barrera de la soledad
existencial del ser y así “los enlazados cuerpos que zozobran/ bajo una misma tormenta solitaria” naufragan uno
en el otro:
El naufragio final contra la noche,
sin más allá del agua, sino el agua,
sin otro paraíso ni otro infierno
que el fugaz epitafio de la espuma
y la carne que muere en otra carne
Amor y muerte condensados en el fallido intento de la
quimérica fusión. En oportunidades, el hablante describe la imposibilidad del
encuentro de los amantes, y el deseo insatisfecho se hace palabra, se
transfigura en metáforas que establecen correspondencias entre el sujeto deseante y la pareja deseada:
No alcanzo el
tiempo de tu cuerpo,
nací lejos, en un
país que es aire, nube, noche,
aunque me oigas
tan cerca.
Nací a destiempo de tu risa, de tus ojos,
en otro meridiano
…
Nuestras vidas se alcanzan, se confunden,
intercambian sollozos, besos, sueños,
pero andamos a leguas uno de otro,
tal vez en siglos diferentes,
en dos planetas errantes que se buscan
cansados de no verse.
En otros textos se
revela la complicidad del firmamento para la inevitable reunión de los
enamorados. La tierra se hace eco del deseo y se confabula para que la distante
pareja se reúna alcanzando, de esta manera, la satisfacción del impulso
amoroso:
La tierra giró para acercarnos,
giró sobre sí misma y en nosotros,
hasta juntarnos por fin en este sueño,
como fue escrito en el Simposio.
…
La tierra giró musicalmente
llevándonos a bordo;
no cesó de girar un solo instante,
como si tanto amor, tanto milagro
sólo fuera un adagio hace mucho ya escrito
entre las partituras del Simposio.
Para Eugenio Montejo, el amor es misterioso y subversivo,
“tan subversivo que atenta contra el yo, la piedra angular de la personalidad
social”. Al igual que la poesía, el amor permite trascender el tiempo y la
muerte. “Un solo amor puede salvarlo
todo,/ lo que se fue, lo que ha partido y ya no vuelve,” dice el autor, y en sus versos el sentimiento amoroso se
convierte en la vía para la comprensión del cosmos; iluminación que se hace palabra para
acariciar a la amada:
¿Y qué llevaron mis manos a tu cuerpo,
sino luz táctil, la luz con que trabajo?
Rectos halos de lámpara, destellos
que mis persianas recogieron
en los dorados pozos de la tarde.
Juntas alzaron la luz de mi deseo,
acarreando despacio sus copos
sobre tus senos, tus hombros y tatuajes.
Con esa luz palpé tu rostro,
Tejí sobre tu pecho una corola
De amor y de palabras.
Con esa luz besé tu vientre, tus cabellos,
Entré en tu noche que amo,
Vi las lentas estrellas en el fondo,
Las que pueblan tu carne.
Y asido a su fulgor, una por una,
conté mis horas hasta el alba,
cuando ya picoteaban a la puerta
los gallos y sus cantos.
El hablante recorre el
cuerpo deseado con su “luz táctil”, símbolo de conocimiento, epifanía y fecundación. La amada se convierte
en espacio semiótico, texto piel; interpretarlo es acceder al infinito,
alcanzar la totalidad.
En los poemas de Eugenio Montejo la recurrente imagen de la lámpara encendida en la noche
remite a ese doble aspecto de luz y sombra que acompaña a Eros, pero también
nos habla de la presencia divina que propicia la inspiración y la sabiduría en
el poeta.
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